El cineclub “Carlos Oquendo", con sede en la Biblioteca
Regional Mario Vargas Llosa, ha proyectado el mes pasado la película Días de Santiago (2004), del
cineasta Josué Méndez. Agradecemos a los gestores de dicho cineclub por la
proyección de esa obra tan importante para la cultura peruana contemporánea y
desde aquí nos aproximamos a su valoración.
La década del fujimorato estuvo marcada por la fijación del
neoliberalismo en el Perú, doctrina que entró en auge mundial pero que se
enraizó no sólo como una serie de políticas económicas del capitalismo tardío
sino en la forma de un individualismo brutal que fue destejiendo la ya feble
estructura social hasta extremos de desolación y apatía en los vínculos de
familia y nación. Esto y la complicidad del Estado con el terrorismo
subversivo, que llevó al Perú a su más terrible escalada de violencia, dejó hondamente
herida la cohesión social y dejó maltrecha en el individuo la sensación de
confianza en su entorno y en el Estado, percibido más que nunca como un extraño
de quien cuidarse, lejos de la idea —incluso constitucional— de que tal
institución esté ahí para protegerlo.
El nuevo cine nacional, surgido en las dos primeras décadas de
este milenio, ha sido la expresión dramática de esa herida, en manos de
cineastas en compromiso con una verdad dolorosa que los rodea y las rodea, y
que en la actual calma (¿aparente?) parece estar al asedio por devorarlo todo.
El investigador cultural Víctor Vich, en un ensayo sobre el nuevo
cine peruano, encuentra en éste una necesaria respuesta de la sensibilidad no
adormecida ante la difusión oficial del optimismo en la peruanidad (a través de
la propaganda concertada al crecimiento económico, al boom gastronómico, marca
Perú, etc…) que soslaya esa herida en un simulacro de bienestar, el cual, si
logra cierta sensación de confianza nueva en la noción de país, lo haría a
costa de dejarlo disgregado merced a la imposibilidad del amor, suplantado por
el mercado. Para posibilitar, pues, un país sorteando el peligro de penetrar
tal herida, los nuevos lazos deben ser ficticios, impresos ideológicamente:
superficiales como resultado inevitable.
La película muestra los aspectos oscuros de esta sociedad de
individualismo exacerbado en que las oportunidades son una mentira o a lo mucho
una estrategia utilitaria; a través de tres líneas narrativas compenetradas
alrededor del protagonista, Santiago Román (interpretación notable de Pietro Sibille), un joven de clase media-baja,
excombatiente de la marina, traumatizado por la guerra y la corrupción militar, víctima de delirio de persecución,
en busca de un espacio para sí en la familia y en la sociedad, y cuya cordura
va evolucionando hasta emparejarse, en una dolorosa metáfora de desquiciamiento,
con la que se revela en la disfuncionalidad de estas instituciones. (Se
recomienda continuar leyendo sólo después de haber visto la película.)
Desde el comienzo de la película se establecen las tres líneas
narrativas que van dando una extensión ultra realista y perentoria al drama (he
ahí su poética): una, la de los hechos; otra, la del efecto de ellos en la
psique del protagonista, vinculada al uso alternado del blanco y negro; y la
última, onírica y desfasada, sustentada en lo absurdo como salida imperiosa del
hoyo dramático: Santiago en ejercicios militares, pleno y dueño de su entorno,
junto con escenas cortas de un Santiago disfrazado de soldado en su entorno
real, acaso en sueños, acaso en su extravío mental.
La imposibilidad de Santiago de constituir un hogar con su esposa,
luego de seis años de servicio en la milicia, marca el primer rechazo que
enfrenta de la realidad. La indiferencia de la recepcionista en el instituto da la pauta de una serie de espacios clausurados, que le impiden cumplir su
anhelo de ser útil y adaptarse. Los monólogos interiores sobre el entorno
callejero, además de su riqueza literaria, equiparable con el sobresaliente monólogo
sobre los chorros y carteristas en Nueve reinas, del fallecido Fabián
Bielinsky, dan indicios iniciales del desquiciamiento debido a la experiencia
de la guerra: sacar su línea en un entorno donde todo desconocido es enemigo,
la búsqueda de orden como necesidad reflejada del caos pasado. Desquiciamiento
que sólo promete acrecentarse con la violencia y el machismo turbio del entorno
familiar de Santiago, cuya disgregación contrasta con los lazos amicales que
tiene con sus excompañeros de armas, que se encuentran en la misma situación de
abandono económico-social, y en especial del Rata, lisiado seguramente por la
guerra, única imagen fraterna de Santiago, quien termina suicidándose, durísimo
golpe para él —nótese el uso extendido de blanco y negro como intensificador de
carga emocional subjetiva—, y dejándole como herencia un auto viejo que lo saca
de apuros económicos, usado como taxi.
El amor paterno es una imposibilidad, la masculinidad hegemónica
deviene grotesca en el machismo exacerbado del padre. El afecto paterno es un
simulacro de autoridad. “Pero no te vayas hoy, puedes quedarte el tiempo que quieras”,
le dice cuando lo echa de la casa, con la hipocresía más cotidiana que se pueda
imaginar.
Un detalle para tener en cuenta es la fotografía en las escenas de
práctica militar en algún cerro capitalino, con las luces de alguna barriada como fondo
reticente. Varias películas peruanas han mostrado escenas similares: Magallanes (Salvador del Solar), Sigo siendo (Javier Corcuera), Paraíso (Héctor Gálvez)… en ellas, los
personajes arrojados de la urbe terminan elaborando una respuesta subjetiva autoexiliatoria
y a la vez autoafirmativa (aun en el desvarío), la cual llega a comprometer
subjetivamente al espectador a través de tales encuadres.
Santiago rechaza la violencia, pero ella está arraigada en él
mismo como lo está en la sociedad peruana posterior a Sendero y el fujimorismo.
Por eso haber golpeado a Mari, su esposa, cuando pierde los papeles en la
compra frustrada del refrigerador, es otra carga dura para él; y adonde acude
en busca de alivio moral es el mismo centro del problema: el hermano golpeador.
Él mismo se va confundiendo con su entorno, y todo se va desertificando cada
vez más. La discoteca representa aquí el refugio de los que ya no tienen un
lugar en la urbe, como bien lo anota Víctor Vich en el ensayo mencionado. Pero
ese refugio no es más que otro simulacro.
El amor de pareja es una imposibilidad a partir del abandono de
Mari y el delirio con su compañera de instituto; más lo es con la irrupción de
su cuñada huyendo de una relación violenta de apego mórbido. Y cuando estalla
la crisis familiar, los gemidos de la madre parecen ser lo único lúcido, pero
son sólo eso, gemidos resignados ante la violencia instituida… y Santiago no
puede matar al padre que abusa sexualmente de su pequeña hermana, la
desfiguración de la voluntad está lograda, las escenas ya no importa si son en
blanco y negro o en color… incluso el coqueteo con el suicidio se ha
desensibilizado: le entusiasma la idea de matarse, porque la muerte le es
atractiva no en la oscuridad, no en la negación vital; no hay abatimiento, no
cabe la depresión; ni siquiera es una afirmación; es sólo una posibilidad
atractiva que no ofrece solución alguna: la consumación de la imposibilidad.
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