Nos citó en el Centro de Lima; lo habían invitado a un
encuentro de escritores de alguna región del norte del país. Al final del
evento nos saludó con alegría y para aliviar el calor de la noche veraniega nos
propuso unas chelas; aunque mejor diré oro líquido con espuma, recreando su
palabra. Jirón Quilca, bar Don Lucho. Alex y yo no conocemos Lima muy bien pero
con él uno se siente seguro en los lugares que puedan parecer más peligrosos. Perdón;
se sentía, debí decir… no haber estado en sus exequias (pues vivo en otra
ciudad) quizá sea el porqué de esta sensación, al pensar que ya no existe, de estar
rascoteando alguna capa errónea de la realidad: uno todavía cree lícito
llamarlo para ir a chelear en la peña de Pepe Villalobos, donde se sentía tan a
gusto; y esa capa es una lógica que atrapa pero no penetra: el inconsciente,
dicen, manda y es testarudo con ciertas cosas que complican la verdad.
El jirón Quilca es una calle durante el día copada de tiendas
de libros nuevos y viejos, unos de poca monta y otros de mucha valía, discos
usados de la música más exquisita, documentales de rebuscada calidad, en fin un
emporio de cultura con sello popular; y de noche es un chupadero en que algunos
regentes de dichos negocios y sus clientes asiduos, y jóvenes de las fachas más insólitas en ropas y peinados, se entregan, dentro de cantinas
o en la misma calle, ocupando incluso la pista, a la bohemia alcohólica o de
otras drogas. Y entre todo lo caótico que pueda verse da gusto no encontrar ahí
el remilgo de la pitucada ni la moralina tradicional.
Después de tres horas salimos del Bar Don Lucho; era como la
una de la mañana. Oswaldo tiene ochenta y cinco años y no puede pegarse las
amanecidas de antes porque ya tuvo algunas complicaciones de salud. Tiene
ochenta y cinco años pero nadie que lo conozca diría que es un anciano. Todo el
mundo lo trata de “maestro” pero a él le basta con “Oswaldo”. En la semiluz
amarillenta fulge su cabeza de león plateado acompasada por contraste con el
barullo vistoso de cabezas oscuras y caras jóvenes en pluralidad de brillos,
fisonomías y tonos; el rostro de su patria, dijo él. Y entre escarceos se va
abriendo a su paso ese imbricado armonioso y caótico; Muchos, que lo
reconocieron y saludaron al llegar, lo ven y se despiden con ademanes
respetuosos y fraternos.
Entre esa turbulencia él se conduce apacible hasta llegar a
la esquina donde lo embarcamos. Uno quiere preocuparse por que llegue bien a
casa pero tal impulso desaparece de inmediato: Oswaldo debe de ser inmortal.
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Esa vez, la última que lo vi, me fue epifánico constatar
que se puede tener ochenta y cinco años sin ser anciano. Oswaldo no tenía edad.
Pero esto no fue un don; Oswaldo lo consiguió. Creando.
Más de una vez dijo que el acto propiamente dicho de escribir
es sólo la culminación de la labor poética. La poesía comienza con una actitud
vital. Se es creador en todo momento. Porque vida y poesía son la
misma cosa.
A Oswaldo le impresionó la marchitez de los rostros de los
ancianos en las urbes del Perú. Parecen esperar pasivos la muerte, sin brillo
ni sonrisa, apagados; en contraste con la vitalidad que encontró en los de
China, país en que estuvo exiliado durante trece años. Sustentado en el
marxismo que profesaba, vio en esos rostros el peso aplastante del capitalismo,
que destruye el fulgor de la juventud, robándose la vida y dejando seres
alienados y desposeídos de sus raíces y, como consecuencia, de sí mismos. Esta
experiencia lo afianzó en la búsqueda de una vitalidad terrenal y milenaria, que mantenga ese brillo ausente de cuya intuición ya nos podemos enterar en “Los Inocentes”, que fue una afirmación
vital de las colleras juveniles de los cincuentas en su habla, en sus cuitas, en sus preocupaciones, en su interacción social, en sus sentimienlos... Oswaldo
emprendió tal búsqueda en los rostros de los jóvenes pobres de su país, para quienes, siempre
lo dijo, él escribía. Pero sólo en los rostros de los jóvenes pobres. Siendo la
burguesía la clase social llamada a imponer los patrones de conducta de toda la
sociedad, es la juventud burguesa la que primero tiende a practicarlos como
norma; por eso sería ésta, en contraste con la juventud proletaria, la más
pronta en alienarse y perder su vitalidad terrenal, o quizás la que ni siquiera
la llegara a ejercer.
El verdadero creador, que es tal cosa en todo momento, no
sólo a la hora de escribir, lo es creándose a sí mismo. A través de su poesía.
(Poesía, arte, creación… uso estos términos con el mismo significado, como lo
hacía Oswaldo; basta remitirnos a la “poiesis” griega, que significa creación.)
Entonces ya no es el arte la finalidad sino que lo es más bien el artista. El
arte es el mecanismo del verdadero creador para forjar su propio espíritu, aun
sin notarlo conscientemente, en un acto de amor a sí mismo que es a la vez amor
a todo; en este sentido el producto sería él o ella. Él o ella se construye a
través de su poesía, así como los arqueros zen cuya finalidad no es darle al
blanco sino la forja y el temple de su espíritu a través de su arte.
Oswaldo forjó su manera de hallar y conservar su llama terrenal
y milenaria. Se encontró perpetuo y floreciente en la sonrisa de los jóvenes
pobres de su país, en esos rostros que fueron su patria. Su propio espíritu fue
su gran poesía; y nos la entregó en obras que fueron verdadera expresión de toda esa belleza. En sus relatos titulados “En busca de la sonrisa
encontrada”, cuya creación comenzó mucho antes de que la escribiera, porque
entonces él ya se creaba. Y cumplió la promesa que se hizo a sí mismo, de no
ser un mártir, cuando Martín Adán le expresó su temor por lo que sería en un país
como el Perú de ese joven con tamaña sensibilidad que lo llevó a crear “Los
Inocentes”. La clave era no volverse un anciano en el Perú…
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Como creador, Oswaldo responde a un impulso terrenal; a fin
de cuentas todo arte verdadero es el pulso de la tierra. El suelo, la cultura
milenaria, se comunican con él a través de esos rostros que son su patria, en
el lenguaje de los sentidos: la vista, el oído, el olfato, el tacto, son el
acceso contemplativo a la verdad buscada. Con ellos se afirma a sí mismo
negando al dios católico de claustros tenebrosos, de culpas y castigos
lacerantes; y concibe, desafiando la moral cavernaria, una ética y una estética
vitales: su ética, la moral de la piel; su estética, la homosensualidad (término que a él le parecía muy preciso); si
describe la belleza femenina, Oswaldo usa adjetivos sexualmente concluyentes:
“chinas guaposas, atrevidas, con minúsculos trajes bien ceñidos a sus
exuberantes y apetecibles cuerpos” (En busca de la sonrisa encontrada). Sin
embargo, pinta a los varones con adjetivos sin carga sexual pero que hilvanados
magnifican el objeto desplegando un erotismo intenso de los sentidos, es decir,
deja que el espíritu del lector detone libremente la carga sensual acumulada: “Con
disimulo, contemplo a Gabriel: su nariz es perfilada casi navaja, su rostro es
largo, el color de su piel es de un pálido marrón casi ocre y la estructura
completa de su rostro se asemeja a las figuras de colores de los incas que
aparecen en los textos escolares. Su hablar es lento con una leve y suave
pronunciación de la zeta. Está sentado frente a mí. Me alcanza la botella y
aprovecho para tocarle furtivamente la mano y siento la suave y tierna
vibración de su piel. Si me hubiera sentado al lado de él, es posible que
hubiera aspirado, a través de su gruesa chompa de lana, su aroma natural de
hierbas frescas. Sus cabellos son negros, retintos, indómitos, peinados hacia atrás". (En busca de la sonrisa encontrada). En otro pasaje: “A través de su
traje de estrellas y
monedas, se destila el olor de su cuerpo sudado por tanto pasacalle: aroma
denso, perturbador. Salaz".
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Terrenal y milenario, Oswaldo no podía pasar por alto el
desamor en la literatura. O sea, la falta de compromiso, el irespeto al suelo y
la cultura que nos engendran. Entrevistado por la revista Ideele, execró a
aquellos escritores que “publican un libro al año porque tienen convenios
económicos con las grandes editoriales transnacionales”…
—Yo no soy un escritor ganapán— fue su manifiesto.
Y fue incansable en su lucha contra las argollas que reducen
el panorama literario peruano a la mostración de ciertos escritores capitalinos
acomodados con el poder, un efecto del individualismo cuyo motor por excelencia es el sistema capitalista. Oswaldo soñó
siempre con una nueva sociedad: “cuando seamos todos hermanos…” Así lo decía.
Por eso comprendo la desazón con que el poeta novelista Luis
Fernando Cueto, gran amigo suyo, se despide de él: “Ahora qué queda. Qué hay
detrás de este vacío. Quién podrá escribir, con tanta belleza, sobre este país,
sobre los jóvenes pobres de este país, y encontrar en ellos una riqueza, una
sonrisa limpia, la límpida moral de la piel. Miro a los costados, y no veo a
nadie. Quién podrá, con valentía, decir las cosas claras, poner los puntos
sobre las íes en esta feria de vanidades en que se ha convertido la literatura
en este país. Miro a los costados, y no veo a nadie. Hasta siempre, querido
Oswaldo, nos vas a hacer una falta sin fin; va a ser muy difícil continuar, sin
ti, este viaje a ninguna parte que llamamos vida.”
César Vallejo, marxista como tú, Oswaldo, escribió: “Cuídate
de la hoz sin el martillo. Cuídate del martillo sin la hoz.” Y diciendo eso nos
hablaba, en sus términos, del amor. Eso fuiste enteramente, Oswaldo, militante
del amor… y ahora, a nosotros, quién nos cuidará de la "poesía" sin el amor…
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