domingo, diciembre 15, 2013

Cine. Tarantino, ¿artista o artesano? ¿… o artista artesano?


Cuando veía “Django sin cadenas”, la reciente obra del cineasta Quentin Tarantino, me encontré de pronto sorprendido por advertirme tan absorto, o cautivado, por lo que estaba viendo, y me atacó el germen de cierta desconfianza a la que uno se ve obligado en estos tiempos frente a tanto bodrio de presumida grandeza inflamada por los medios. Me sustraje del embeleso y reparé en que la película desarrollaba en verdad una cinematografía sin propuesta auténtica, sin originalidad, y que yo estaba cayendo redondito, como aquí decimos, ante recursos ya explotados y muy bien descritos por los teóricos. Desde luego, ni tonto que fuera, mandé a esa idea a flotar por los recovecos de mi inconsciente y me dispuse a dejar que la película me siguiera seduciendo, entregando a ella cual el amante que de antemano sabe perdida a su prenda, añorando quizá un futuro improbable… (pues no es noticia que tal amante puede hacer de un encuentro así lo más gozoso de una vida).


El gran cineasta, en una aparentemente faena técnica durante la filmación de "Django sin cadenas".

Por esta razón, de varias críticas que llegué a leer de esa película, una en especial me llamó la atención por haber sido una especie de explicación técnica de aquel sentir mío que adrede sofoqué, como ya les he contado, en la sala de proyección. Me refiero a un texto de Armando Russi del cual reproduzco la parte que me fue llamativa:

«Argumentalmente la película también es pobre y osada. Comparar a Django con Sigfrido [héroe nórdico germano que la película alude implícitamente] es inocente. No sólo no hace justicia poética en relación con la muerte del mártir héroe, sino que se resuelve con un amañado happy end comercial, donde moralistamente los buenos triunfan y los malos pierden, Django sale —increíble— explotando la casa opresora, con su mujer “rápido y furioso”. El problema, para mi gusto, es que Django es un producto de una alta factura técnica que nada tiene que ver con el arte. Tarantino, como muchos otros, pasó de ser un artista a un artesano».
                              
Artesanía, ¡vaya!... Resucitaron entonces no pocas preguntas y se quedaron todas.

Si aceptamos, siguiendo lo que dice en Los mundos del arte el sociólogo estadounidense Howard Becker, que el artesano es un obrero que revela un virtuosismo que «puede variar de un campo a otro, pero siempre implica un control extraordinario sobre materiales y técnicas», virtuosismo que «en ocasiones comprende también el dominio de una amplia serie de técnicas» dando como resultado muchas veces que «los artesanos virtuosos se enorgullecen de su habilidad y ésta hace que se los valore en el ámbito de su oficio y a veces más allá de él», entonces…

¿Se puede decir fácilmente que arte y artesanía son cosas distintas, distinguibles?

¿Puede haber artesanía sin arte? ¿Arte sin artesanía?

¿Todo arte tiene algo de artesanía?, ¿toda artesanía, de arte?

¿Son acaso dos aspectos indistinguibles de lo mismo?

¿En la mente de un artista hay sólo arte sin nada de artesanía?

¿Está también la artesanía en la mente del artista?, ¿también el arte en la del artesano?

Hago válidos los planteamientos de estas preguntas tentativamente para todas las artes; y lejísimos, desde luego, de la actitud estúpida y reaccionaria de reconocer artista a aquel creador congraciado con el statu quo y artesano, al marginado —mal llamado marginal— o “folklórico”.

En la siguiente entrega de esta serie trataremos de desenmarañarnos de todo esto; sin ninguna garantía de lograrlo, claro está.

miércoles, octubre 09, 2013

Cine. Vivir, de Akira Kurosawa : ética y poética de la secuenciación cinematográfica*


ADVERTENCIA: Para entender este texto es preferible haber visto la película (que se puede ver completa en el enlace que sigue); con mayor razón si, bajo preferencias personales, el lector no quiere enterarse de detalles de la trama, aunque estos puedan en realidad no ser lo más importante.
Para ver la película en línea:
http://es.gloria.tv/?media=314194

«Y tu amor te salva».
Fito Páez

En Vivir, película de Akira Kurosawa, el protagonista es Kanyi Watanabe, un burócrata veterano sin iniciativa ni interés de servicio que es jefe de la oficina de Ciudadanos de un municipio japonés, oficina pública en la que, como en otras, se labora —o, mejor dicho, se supone que se labora— entre torres de papeles inmóviles que nunca parecen menguar. Entre tantos expedientes sin solución hay uno en especial: el de un canchón de aguas podridas que varias vecinas humildes piden transformar en un parque recreativo, habiendo sido recusadas en cada oficina y enviadas a alguna otra, sintiéndose vejadas y perdiendo finalmente toda esperanza en la burocracia local. 

Uno de los afiches con que se publicitó la película. "Ikiru" es la transcripción fonética de su título en japonés.

Preocupado por constantes molestias estomacales, se entera el señor Watanabe de que un cáncer acabará con él en menos de un año, y, al notar que ha pasado muchos años muerto en vida por procurar lo mejor para a su hijo: sin buscar una nueva pareja y calentando el asiento inútilmente en la oficina, decide recuperar el tiempo perdido y busca superar su angustia en la juerga nocturna y en el acercamiento a su familia (su hijo y su hermano) sin conseguirlo en ningún caso.

Deja de asistir a la oficina y una joven subordinada suya lo encuentra por casualidad en la calle y le pide que firme su renuncia al municipio, donde se siente frustrada por la parálisis burocrática, y Watanabe se ve de pronto contagiado por la alegría y el amor por la vida que muestra la muchacha a pesar de su pobreza. Pasan una noche divertida en algunos centros de esparcimiento y después él termina persiguiéndola, ante la incomodidad de ella, en busca de la fuente de su alegría. Ella, no muy segura de tener la respuesta, al decirle que en su nuevo trabajo, como obrera en una fábrica de juguetes, es feliz porque siente que juega con todos los niños, inspira a Watanabe, quien pronto regresa a la oficina y desempolva el expediente del canchón de aguas pútridas, pensando reimpulsar la frustrada construcción del parque.

Cinco meses después, muere el señor Watanabe, apaciblemente, columpiándose una noche nevada en aquel parque cuya construcción decidió impulsar, recién acabado; y asistimos a su velorio. Las mujeres que habían sido ninguneadas le lloran mostrando el amor y el respeto que ahora sienten por él. Los políticos electoreros que presiden el municipio se arrogan la consumación de la obra; pero, una vez que se retiran del velorio, los funcionarios medianos (incluido el que sucederá al difunto en la jefatura de la oficina) y otros personajes se quedan libando y discutiendo detalles que, representados en la pantalla por una serie de flashbacks[1], nos hacen saber cómo Watanabe tuvo que mover cielo y tierra para sacar adelante la obra, contra la burocracia anquilosada e incluso contra una mafia que, sin escrúpulos de amenazarlo, quería usar el terreno con fines mercantilistas. Siguen libando y se emocionan cada vez más con el recuerdo de Watanabe, a quien consideran un hombre ejemplar, y finalmente se prometen, vociferando, ya afectados por el alcohol, ser útiles y servir a la población, al ejemplo de su extinto jefe… todos excepto uno que durante la algarabía sólo se acerca al féretro a hacer una reverencia, el mismo que hacía algunos minutos les había soltado tamaña pulla cuando todos convinieron en que la transformación de Watanabe se había debido a que supo que le quedaba poco tiempo de vida. El que sería el nuevo jefe dijo que ellos quizá habrían hecho lo mismo y él les espetó: “Y quién sabe cuándo moriremos nosotros”.

Luego del juramento de copas, se cierra la escena y pasamos a la oficina, en horario de trabajo, con todos sentados en sus lugares, al día siguiente o quizás unos cuantos días después del velorio, con el nuevo jefe en el lugar que dejó Watanabe. Llega una solicitud de los pobladores por un problema surgido en el espacio público y el nuevo jefe manda a enviarlos a otra oficina. El funcionario que se mantuvo al margen de los juramentos de cogorza se exaspera y en un arranque airado se levanta de su silla, haciéndola caer, protestando por la hipocresía de la que está siendo testigo. Hay mutismo general y miradas retraídas y asustadas. El nuevo jefe se quita los anteojos y mira con seriedad amenazante. Todos regresan a su rutina y el díscolo, algo avergonzado, recoge su silla, se sienta y, como queriendo pasar inadvertido, se esconde tras las rumas de papeles que dormitan sobre su escritorio, no sólo de la gente de la oficina sino que se esconde de mí, de ti, espectador, que de ver medio cuerpo del personaje sobre el escritorio atiborrado de expedientes pasamos, en un solo plano secuencia[2], a tenerlo sentado y de cabeza gacha tras ellos, gracias a un movimiento de cámara que ayuda a esconderlo. Quedamos viendo los atados de expedientes avejentados, unos sobre otros, sin personaje alguno en ese plano final de la escena.

Aunque no es el fin de la película, esta ha culminado en términos narrativos. Es decir, nada de lo que vemos a continuación es novedad para nosotros. Se nos muestra enseguida una escena de júbilo en el nuevo parque: un plano secuencia nos lleva desde los niños jugando y una madre llamándolos, a la figura de Watanabe (en ángulo contrapicado[3]) que camina contemplando su obra, en plenitud, desde un puente que se alza sobre ella, con el Sol de la tarde iluminando tras sus pasos armoniosos.

La secuenciación en Vivir transmite algo más allá de lo que llegan a expresar sus ricos recursos de montaje y filmación. Una significación subjetivante, o, tal vez debamos decir, subliminal, en lo perturbadora que es, explota la facultad del espectador de vérselas con el problema que plantea la película a su manera y a la vez a la manera como el realizador quiere que lo haga... eso es en fin la obra de arte: lo que en sus formas logra decir lo que no dice, el signo que, sutil, deja al espectador hacer el trabajo, en un ejercicio mental generalmente automático, de construir su sentido de la obra a partir de su experiencia y llegar al encuentro funcional, más allá del espacio y del tiempo, con la mente que lo creó (aun cuando una u otra no actuara conscientemente).

Las promesas y buenos propósitos del velorio, si bien pudieron despertar cierta satisfacción en un sentido social, en el espectador humano[4], fueron enseguida abatidos por la actitud negativa del nuevo jefe secundado por la cobardía de sus subalternos, cuando todos estuvieron de regreso en la oficina. La película nos dejó en nada, aparentemente… La expectación de los valores humanos descubiertos y cultivados por Kanji Watanabe en los últimos meses de su vida, con los que terminó dando sentido a una existencia hasta entonces infructífera —ensalzados por recursos del cine usados con maestría, como elipsis, primerísimos primeros planos cargados de sentimiento y frases epifánicas[5]—, se nos configura ahora como la simple epopeya irrepetible de un personaje único: esta fue sólo la historia de Kanji Watanabe, no la que podría ser la de cualquier otro. La cobardía es norma, la desidia y el individualismo gobiernan, y se esconden tras rumas de miedos y pretextos. Volvemos a la cruda realidad: los Kanji Watanabe no abundan, pues. Ese es el final lo recalco narrativo de la película. Cuando el empleado díscolo pasó a ser sumiso y se escondió tras los legajos, quedaron, pues, ahí, sólo los legajos —que por metonimia encarnan el problema en toda su magnitud—… y tú, espectador, tú… frente a ese problema...

Primerísimo primer plano del protagonista.

No esperas que así termine la historia, alguien tiene que hacer algo, te imaginas quién podría… quizás si todos se le unen… quizás el mismo empleado con nuevos bríos… Pero quiso el realizador, sin desatar el nudo, que una secuencia luminosa siguiera a la desazón del fracaso social en Vivir: un último flashback cierra la película, inesperado pero ya entrevisto: Watanabe, satisfecho, contempla el parque siendo usado por la gente. No todos son Kanji Watanabe pero qué importa: mira la belleza posible, mira el amor que salva; aun sin ser un logro épico: no es el honor de un país ni las libertad de miles, es un parque en un barrio…

Conclusión: belleza posible, amor que salva. Fin.
...¿fin?, pero... si ahí hay un problema. Y tú, espectador, quedaste parado (o sentado) frente a él: te siguen perturbando esos legajos tan cargados de individualismo y apatía. Tú, espectador, tú, quizás cargado ahora de amor que salva...

Habíamos dicho que el espectador resulta viéndoselas con el problema a su manera y a la vez como el realizador quiere que lo haga. Y esa manera es la propia vida del espectador (desde luego, también la del realizador[6]) o al menos la reformación de su voluntad o el cuestionamiento de su propia actitud; casos últimos en que se corre el riesgo, claro, de que esa voluntad o ese cuestionamiento sea tan deleznable como aquellos buenos propósitos de borrachos. Pero Vivir no es la única obra capaz de despertar esos ímpetus, y sabemos por neurociencia que la repetición de una actividad mental o de varias similares termina por reforzarlas. Felizmente abundan, aun siendo (como sentenció el poeta Juan Ramón Jiménez y Marco Aurelio Denegri se encargó de divulgar) una “inmensa minoría” dentro de toda la creación humana.

El mismo Kurosawa volvió a despertar ese amor que salva en la secuenciación (de similar estructura) de su genial película Los sueños de Akira Kurosawa, en que, después de mostrar atrozmente los alcances y las limitaciones de la voluntad humana, las miserias de la guerra y un posible futuro distópico[7] con tragedias nucleares (acaso adelantándose al desastre de Fukushima) y monstruos naciendo y expiando las culpas de una insipiente humanidad tecnificada; nos presenta una aldea que decide volver a la naturaleza y cultivar la dilección por el prójimo, incluidos los muertos, redescubriendo su esencia humana, una aldea en que hasta la muerte, como un premio a la vida, es una razón más de paz y regocijo.

La neurociencia ha dado recientemente con una clave de la felicidad. Los sabios de la humanidad nos la vienen diciendo hace milenios. Akira Kurosawa nos la da (hace más de medio siglo) en un cuento bello y revolucionario: dar y servir son la esencia de Vivir... sí, con mayúscula: Vivir.



* Según el DRAE, en cinematografía, una secuencia es una serie de planos o escenas que en una película se refieren a una misma parte del argumento. Con “secuenciación” nos referimos a la disposición organizada de las secuencias en el guion de la película.

[1] Un flashback, es una alteración del tiempo narrativo en la que se retoma un hecho pasado para la escena específica en que se lo inserta, enlazado con la historia que se cuenta.
[2] Un plano secuencia es una toma única, sin cortes, en que suelen ser característicos los movimientos de cámara.
[3] El ángulo de cámara contrapicado es aquel que muestra el objetivo desde cerca del suelo, generalmente realzando su importancia o engrandeciéndolo, como efecto inmediato en el espectador.
[4] Usamos el término “humano” como característica de la persona sensible e involucrada con el mundo y el prójimo. Como también lo usó el poeta César Vallejo cuando escribe: “hombres humanos”, en su poema Los nueve monstruos.
[5] Elipsis: Supresión, en la trama, de alguna porción de la historia que se cuenta. Primerísimo primer plano: encuadre en que la cara del personaje llena la pantalla. Epifanía: revelación vital que inspira alguna expresión artística o filosófica.
[6] No puedo concebir el arte como ente ajeno a la forja de la propia personalidad del artista.
[7] El subgénero distópico en las obras narrativas es aquel que, en oposición a lo utópico, muestra un futuro indeseable al que podría acaso llegar la humanidad.

viernes, julio 12, 2013

"YO SOY"


Definitivamente, este programa tiene que ver con cualquier cosa pero no con música.

El concursante, en esta presentación, se manda con unos berreos sin sentido y el jurado se le arrodilla (haciendo clic en los enlaces pueden enterarse). Eso, ya sin hablar de las estulticias que suelta Armas sobre la canción que se pretendió interpretar —sí, se pretendió: no fue inerpretada—.

No sé si sea difícil diferenciar cuándo se hace alharaca de cuándo se deja que el sonido pase por el corazón antes de explotar, pero quizás esta pregunta ayude en algo: cuando esta canción se interpreta artísticamente (aquí, una versión; y aquí, otra), ¿en qué momento se deja de decir lo que se está diciendo, por más que la voz se desgarre o se desfigure? (Y no me refiero sólo a la vocalización sino a la coherencia, a la continuidad.)

¡En ningún momento, señores!... Pero, en nuestro caso, el concursante hace una gárgara vacía; resultado: pura bulla. Y el jurado, embelesado... ¡jurado, mis polainas!

Quizás no sea necesario todo lo que he dicho más que para hacer notar que no es nada serio lo que se hace en ese programa (que, para pasar el rato, valga) con el cual mucha gente cree —una pena...— que puede aprender de música o disfrutar de ella.

domingo, mayo 19, 2013

Festival... ¿de poesía?


Asumamos que todos los que participan en los llamados festivales de poesía son buenos poetas, aunque no necesariamente lo son. Pero asumámoslo.


Bajo nuestra suposición, en función de la coherencia que te sugieran los versos, hay arte en ellos; y tú, como lector, lo haces tuyo en una especie de relación íntima con sus textos. Hay arte en esos versos, suficiente para la epifanía, el vuelo, la conmoción... en fin, si eres radical, para tu destrucción; si eres romántico, para tu sublimación.

La cuestión es: ¿qué artisticidad agregada hay en escuchar al autor de esa poesía diciéndola en voz alta? Hay pérdida más bien, porque en el verso libre, el más usado actualmente, la disposición escrita de versos y encabalgamientos es artísticamente expresiva. El festival de poesía lo tienes dondequiera que abras un libro o una plaqueta, dispuesto al viaje.


En suma, ¿por qué escuchar el poema en la voz del poeta sería mejor que leerlo uno mismo, o al menos tan bueno como eso? ¿Vale el esfuerzo ir al evento a escucharlo?


Pablo Neruda explicando por qué yo no habría ido al reciente "festival de poesía" aun si él hubiese sido convocado.


Sin embargo, hay maneras de ponerle arte a lo que ya es arte. Si se la declamara, actuara, cantara... tendría otro sentido artístico, uno más. La poesía escuchada tiene cadencias, pausas, tonos… nuevos códigos coherentes, entre sí y con lo puramente textual, abren un abanico de nuevos sentidos. Pero no cualquiera puede abrir ese abanico, así como no todo texto es poesía.

Desde luego habrá poetas que tengan el don de declamar, pero no por poeta vas a ser buen recitador. Que no se ponga a cualquier poeta a leer sus versos en público sólo por ser poeta. Eso no le hace ningún bien a la poesía. Eso le hace bien a la doctrina del show por sí y para sí. Si quieren seguir haciendo recitales públicos de poesía, convoquen a declamadores, actores y cantantes. Así sí harían un festival sobresaliente.

Victoria Santa Cruz, poeta y declamadora.

Lo triste es que con lo que hacen embaucan y construyen una falsa imagen de la poesía, que exige al aspirante legitimarse a través de estos homenajes a la vanagloria, afianzando el establishment de lo fofo y farandulero. Además del esfuerzo vano y del uso insensato de recursos de las instituciones culturales que supuestamente están interesadas en apoyar la cultura…


Pues no, poeta joven, ser convocado en esos recitales no es lo que te hace poeta. Leer tus versos en público, sin ser declamador, tampoco le hace nada bueno a tu poesía, por cierto.


Lola Flores, gran declamadora.



miércoles, mayo 15, 2013

Respuesta (II) a propósito de "la importancia del autor"


Sobre la relevancia a posteriori de los entornos de la creación

Dices que transformé “lo importante en fundamental al momento de considerar la vida como un medio para llegar al sentido”. Lo que creo es que la vida del autor, que nunca es solo la del autor porque siempre está embebida de lo social, es no tanto un medio sino una ayuda que nos permite en la lectura recoger significados ajenos a nuestro entorno y a nuestra época para darle sentido (sentidos, mejor dicho) a la obra literaria.

En mi artículo yo hablé de “acercarse al sentido”, y especifiqué: “el de la obra al ser escrita”. No llamé “sentido” a los sistemas de significados y connotaciones que cada lectura de una misma obra puede generar sino sólo al del acto creador (que tampoco tiene que ser uno solo); pero bien se los puede llamar así. Debí ser más preciso.[1] Sin embargo, en mi texto, la mención a esa suerte de sentido original no se puede metafísicamente asumir como una verdad secreta, como la única plausible; porque hablaba de “acercarse” a él y no de encontrarlo, pues si de encontrarlo se tratara ¿cómo podría la lectura dar un resultado coherente si sólo nos acercamos, sin llegar nunca, a esa supuesta coherencia única? Claro, se puede cuestionar que sea necesario “acercarse al sentido original”; pero también es cuestionable la actitud que invalida esos acercamientos. Mas tengamos en cuenta que el acercamiento es muy lícito, y que incluso en casos de lecturas antagónicas de una misma obra, existe un acercamiento por oposición. El no acercamiento quizás equivaldría a la no lectura.

En tu respuesta, soslayaste una cuestión fundamental de la mía. Y esta consistía en por qué no valdría disponer del conocimiento de ciertas particularidades de los entornos social, geográfico e histórico del origen de la obra, que mucho tienen que ver con los del autor si es que no son los mismos, como competencia cultural legítima para una lectura (competencia importante pero no imprescindible, claro). En el caso de Trilce XXXII, ¿por qué no cabría dentro de la definición de competencia cultural (el “bagaje” del que hablabas en una de tus respuestas) conocer el pregonar del bizcochero en ciertos barrios de la Lima de entonces? ¿No es un objetivo de la crítica resolver el desfase entre el entorno social espaciotemporal de la lectura (el del lector) y aquel en que se forjó la obra y cuyas dinámicas significativas (con respecto a la obra) convergen funcionalmente en el autor, desfase que conlleva un desfase del lenguaje mismo? ¿No abre más ventanas a la lectura plural la mayor competencia para entrever significados en cada porción de lenguaje de una obra, y “jugar” con ellos, combinando y ponderando?... A fin de cuentas, ¿no es posible como fenómeno la literatura misma, justamente porque hay códigos culturales comunes (tomemos el idioma mismo como uno de ellos) entre el autor y el lector?

En síntesis, ¿de la multiplicidad de lecturas posibles, por qué invalidas las que en los significados que recoge se restringen a entornos más reducidos, a los que pertenece el autor o con los que interacciona? ¿No estás de esa manera restando multiplicidad?...

Lo que yo dije es que una lectura de Trilce XXXII no sería la misma para nadie una vez que conozca aquella revelación de Haya y Lévano, algo más restringida en los entornos ya expuestos, porque el lector sería de una nueva forma competente con respecto a esa obra. “Contra facta non argumenta”, dice un viejo adagio romano[2]: mi lectura de ese poema no resulta la misma una vez incluida esa revelación en mi saber, asumo que como una competencia más en mi bagaje cultural. Eso mismo se comprueba en todos a quienes se la pude transmitir… Y justamente de eso se trata, de que cada lectura no sea la misma.

Tal revelación propició, pues, lecturas distintas; y ese es un hecho que no cuadra con la teoría tal como la planteas. Si la explicación que te propongo usando el modelo de competencias o códigos culturales es inadecuada, está bien: me das las razones y las evaluamos; pero ese hecho, esa porción de realidad, de todos modos debería poder explicarse. Para eso es la teoría.


Sobre el arte como liberación, algunas falacias y el campo intelectual

En cuanto al arte como liberación, lo que menos quise era dar la justa definición de arte (no sé por qué asumiste eso). Lo que dije del arte es una visión de uno de sus aspectos. Más bien rescato el juego dialéctico que planteas y diría que el arte a la vez libera y sujeta, permitiendo desarrollo.

Sobre lo del campo intelectual, dices que el sentido de la obra estaría “en el horizonte interpretativo de ideas que componen el campo intelectual”. Entiendo por ello que es el mismo campo intelectual y no tanto el análisis que hagamos de él lo que nos ayudaría en la construcción de uno o de otro sentido para una obra. Y el análisis del campo, para elaborar una sociología de los sentidos construidos o por construirse. Si la cosa va por ahí, concuerdo contigo.

Ahora, todo ese rollo de que ningún salón de grados universitario ni ninguna revista académica aceptarían mis planteamientos, me resulta bastante falaz (encuentro apelación a la autoridad y a la amenaza de fuerza por consecuencias negativas). Las razones han sido —y lo son— suficientes para tratar de entendernos.


La madre del cordero

También estamos de acuerdo, y desde el comienzo, en lo siguiente (te cito): “Si la condición de escritor en la Ciudad Blanca se define más por la impostación, exabruptos, desmanes, atuendos y demás se confirmaría en una instancia local aquello que viene sucediendo globalmente: que el ser-escritor es una condición establecida al margen del fuero literario, que el estudio de los textos no resulta relevante para un amplio sector de la comunidad literaria y que es más sencillo posicionarse mediante una publicación (la urgencia por publicar a una edad precoz es bastante sintomática) aderezada por la performance individual. La respuesta a tal diagnóstico debe ir en dirección contraria al malestar: devolverle el lugar que les corresponde a los textos y a los lectores.”

Digo que estamos de acuerdo desde el comienzo porque en la crítica que hice de un festival de poesía, por lo que entré a tallar en esa polémica, partí de la falta de poesía para advertir que la pose no podría rellenar esa ausencia. Dije, pues: Fui a un festival de poesía y me encontré con un desfile de modas... como si los atuendos que hacen más alarde de intelecto correspondieran a los mejores versos. (Lo menciono porque muchos creen que partí de la pose para juzgar la poesía.)


Saludos cordiales.



[1] Para absolver la imprecisión, reformulo mis palabras. En lugar de decir que la biografía del autor o su conducta, paralelos a la producción de su obra [son]  importantes para llegar a esta última en el sentido de acercarse al sentido: el de la obra al ser creada, sería mejor decir que conocimientos particulares del entorno de la obra, la cual se corresponde con el entorno del autor, son importantes —o sea útiles— para enriquecer esa polisemia que permite el juego de significados y sentidos parciales y, como consecuencia, la construcción de sentidos coherentes.
[2] El adagio romano significa: "Contra los hechos no valen argumentos."