miércoles, octubre 09, 2013

Cine. Vivir, de Akira Kurosawa : ética y poética de la secuenciación cinematográfica*


ADVERTENCIA: Para entender este texto es preferible haber visto la película (que se puede ver completa en el enlace que sigue); con mayor razón si, bajo preferencias personales, el lector no quiere enterarse de detalles de la trama, aunque estos puedan en realidad no ser lo más importante.
Para ver la película en línea:
http://es.gloria.tv/?media=314194

«Y tu amor te salva».
Fito Páez

En Vivir, película de Akira Kurosawa, el protagonista es Kanyi Watanabe, un burócrata veterano sin iniciativa ni interés de servicio que es jefe de la oficina de Ciudadanos de un municipio japonés, oficina pública en la que, como en otras, se labora —o, mejor dicho, se supone que se labora— entre torres de papeles inmóviles que nunca parecen menguar. Entre tantos expedientes sin solución hay uno en especial: el de un canchón de aguas podridas que varias vecinas humildes piden transformar en un parque recreativo, habiendo sido recusadas en cada oficina y enviadas a alguna otra, sintiéndose vejadas y perdiendo finalmente toda esperanza en la burocracia local. 

Uno de los afiches con que se publicitó la película. "Ikiru" es la transcripción fonética de su título en japonés.

Preocupado por constantes molestias estomacales, se entera el señor Watanabe de que un cáncer acabará con él en menos de un año, y, al notar que ha pasado muchos años muerto en vida por procurar lo mejor para a su hijo: sin buscar una nueva pareja y calentando el asiento inútilmente en la oficina, decide recuperar el tiempo perdido y busca superar su angustia en la juerga nocturna y en el acercamiento a su familia (su hijo y su hermano) sin conseguirlo en ningún caso.

Deja de asistir a la oficina y una joven subordinada suya lo encuentra por casualidad en la calle y le pide que firme su renuncia al municipio, donde se siente frustrada por la parálisis burocrática, y Watanabe se ve de pronto contagiado por la alegría y el amor por la vida que muestra la muchacha a pesar de su pobreza. Pasan una noche divertida en algunos centros de esparcimiento y después él termina persiguiéndola, ante la incomodidad de ella, en busca de la fuente de su alegría. Ella, no muy segura de tener la respuesta, al decirle que en su nuevo trabajo, como obrera en una fábrica de juguetes, es feliz porque siente que juega con todos los niños, inspira a Watanabe, quien pronto regresa a la oficina y desempolva el expediente del canchón de aguas pútridas, pensando reimpulsar la frustrada construcción del parque.

Cinco meses después, muere el señor Watanabe, apaciblemente, columpiándose una noche nevada en aquel parque cuya construcción decidió impulsar, recién acabado; y asistimos a su velorio. Las mujeres que habían sido ninguneadas le lloran mostrando el amor y el respeto que ahora sienten por él. Los políticos electoreros que presiden el municipio se arrogan la consumación de la obra; pero, una vez que se retiran del velorio, los funcionarios medianos (incluido el que sucederá al difunto en la jefatura de la oficina) y otros personajes se quedan libando y discutiendo detalles que, representados en la pantalla por una serie de flashbacks[1], nos hacen saber cómo Watanabe tuvo que mover cielo y tierra para sacar adelante la obra, contra la burocracia anquilosada e incluso contra una mafia que, sin escrúpulos de amenazarlo, quería usar el terreno con fines mercantilistas. Siguen libando y se emocionan cada vez más con el recuerdo de Watanabe, a quien consideran un hombre ejemplar, y finalmente se prometen, vociferando, ya afectados por el alcohol, ser útiles y servir a la población, al ejemplo de su extinto jefe… todos excepto uno que durante la algarabía sólo se acerca al féretro a hacer una reverencia, el mismo que hacía algunos minutos les había soltado tamaña pulla cuando todos convinieron en que la transformación de Watanabe se había debido a que supo que le quedaba poco tiempo de vida. El que sería el nuevo jefe dijo que ellos quizá habrían hecho lo mismo y él les espetó: “Y quién sabe cuándo moriremos nosotros”.

Luego del juramento de copas, se cierra la escena y pasamos a la oficina, en horario de trabajo, con todos sentados en sus lugares, al día siguiente o quizás unos cuantos días después del velorio, con el nuevo jefe en el lugar que dejó Watanabe. Llega una solicitud de los pobladores por un problema surgido en el espacio público y el nuevo jefe manda a enviarlos a otra oficina. El funcionario que se mantuvo al margen de los juramentos de cogorza se exaspera y en un arranque airado se levanta de su silla, haciéndola caer, protestando por la hipocresía de la que está siendo testigo. Hay mutismo general y miradas retraídas y asustadas. El nuevo jefe se quita los anteojos y mira con seriedad amenazante. Todos regresan a su rutina y el díscolo, algo avergonzado, recoge su silla, se sienta y, como queriendo pasar inadvertido, se esconde tras las rumas de papeles que dormitan sobre su escritorio, no sólo de la gente de la oficina sino que se esconde de mí, de ti, espectador, que de ver medio cuerpo del personaje sobre el escritorio atiborrado de expedientes pasamos, en un solo plano secuencia[2], a tenerlo sentado y de cabeza gacha tras ellos, gracias a un movimiento de cámara que ayuda a esconderlo. Quedamos viendo los atados de expedientes avejentados, unos sobre otros, sin personaje alguno en ese plano final de la escena.

Aunque no es el fin de la película, esta ha culminado en términos narrativos. Es decir, nada de lo que vemos a continuación es novedad para nosotros. Se nos muestra enseguida una escena de júbilo en el nuevo parque: un plano secuencia nos lleva desde los niños jugando y una madre llamándolos, a la figura de Watanabe (en ángulo contrapicado[3]) que camina contemplando su obra, en plenitud, desde un puente que se alza sobre ella, con el Sol de la tarde iluminando tras sus pasos armoniosos.

La secuenciación en Vivir transmite algo más allá de lo que llegan a expresar sus ricos recursos de montaje y filmación. Una significación subjetivante, o, tal vez debamos decir, subliminal, en lo perturbadora que es, explota la facultad del espectador de vérselas con el problema que plantea la película a su manera y a la vez a la manera como el realizador quiere que lo haga... eso es en fin la obra de arte: lo que en sus formas logra decir lo que no dice, el signo que, sutil, deja al espectador hacer el trabajo, en un ejercicio mental generalmente automático, de construir su sentido de la obra a partir de su experiencia y llegar al encuentro funcional, más allá del espacio y del tiempo, con la mente que lo creó (aun cuando una u otra no actuara conscientemente).

Las promesas y buenos propósitos del velorio, si bien pudieron despertar cierta satisfacción en un sentido social, en el espectador humano[4], fueron enseguida abatidos por la actitud negativa del nuevo jefe secundado por la cobardía de sus subalternos, cuando todos estuvieron de regreso en la oficina. La película nos dejó en nada, aparentemente… La expectación de los valores humanos descubiertos y cultivados por Kanji Watanabe en los últimos meses de su vida, con los que terminó dando sentido a una existencia hasta entonces infructífera —ensalzados por recursos del cine usados con maestría, como elipsis, primerísimos primeros planos cargados de sentimiento y frases epifánicas[5]—, se nos configura ahora como la simple epopeya irrepetible de un personaje único: esta fue sólo la historia de Kanji Watanabe, no la que podría ser la de cualquier otro. La cobardía es norma, la desidia y el individualismo gobiernan, y se esconden tras rumas de miedos y pretextos. Volvemos a la cruda realidad: los Kanji Watanabe no abundan, pues. Ese es el final lo recalco narrativo de la película. Cuando el empleado díscolo pasó a ser sumiso y se escondió tras los legajos, quedaron, pues, ahí, sólo los legajos —que por metonimia encarnan el problema en toda su magnitud—… y tú, espectador, tú… frente a ese problema...

Primerísimo primer plano del protagonista.

No esperas que así termine la historia, alguien tiene que hacer algo, te imaginas quién podría… quizás si todos se le unen… quizás el mismo empleado con nuevos bríos… Pero quiso el realizador, sin desatar el nudo, que una secuencia luminosa siguiera a la desazón del fracaso social en Vivir: un último flashback cierra la película, inesperado pero ya entrevisto: Watanabe, satisfecho, contempla el parque siendo usado por la gente. No todos son Kanji Watanabe pero qué importa: mira la belleza posible, mira el amor que salva; aun sin ser un logro épico: no es el honor de un país ni las libertad de miles, es un parque en un barrio…

Conclusión: belleza posible, amor que salva. Fin.
...¿fin?, pero... si ahí hay un problema. Y tú, espectador, quedaste parado (o sentado) frente a él: te siguen perturbando esos legajos tan cargados de individualismo y apatía. Tú, espectador, tú, quizás cargado ahora de amor que salva...

Habíamos dicho que el espectador resulta viéndoselas con el problema a su manera y a la vez como el realizador quiere que lo haga. Y esa manera es la propia vida del espectador (desde luego, también la del realizador[6]) o al menos la reformación de su voluntad o el cuestionamiento de su propia actitud; casos últimos en que se corre el riesgo, claro, de que esa voluntad o ese cuestionamiento sea tan deleznable como aquellos buenos propósitos de borrachos. Pero Vivir no es la única obra capaz de despertar esos ímpetus, y sabemos por neurociencia que la repetición de una actividad mental o de varias similares termina por reforzarlas. Felizmente abundan, aun siendo (como sentenció el poeta Juan Ramón Jiménez y Marco Aurelio Denegri se encargó de divulgar) una “inmensa minoría” dentro de toda la creación humana.

El mismo Kurosawa volvió a despertar ese amor que salva en la secuenciación (de similar estructura) de su genial película Los sueños de Akira Kurosawa, en que, después de mostrar atrozmente los alcances y las limitaciones de la voluntad humana, las miserias de la guerra y un posible futuro distópico[7] con tragedias nucleares (acaso adelantándose al desastre de Fukushima) y monstruos naciendo y expiando las culpas de una insipiente humanidad tecnificada; nos presenta una aldea que decide volver a la naturaleza y cultivar la dilección por el prójimo, incluidos los muertos, redescubriendo su esencia humana, una aldea en que hasta la muerte, como un premio a la vida, es una razón más de paz y regocijo.

La neurociencia ha dado recientemente con una clave de la felicidad. Los sabios de la humanidad nos la vienen diciendo hace milenios. Akira Kurosawa nos la da (hace más de medio siglo) en un cuento bello y revolucionario: dar y servir son la esencia de Vivir... sí, con mayúscula: Vivir.



* Según el DRAE, en cinematografía, una secuencia es una serie de planos o escenas que en una película se refieren a una misma parte del argumento. Con “secuenciación” nos referimos a la disposición organizada de las secuencias en el guion de la película.

[1] Un flashback, es una alteración del tiempo narrativo en la que se retoma un hecho pasado para la escena específica en que se lo inserta, enlazado con la historia que se cuenta.
[2] Un plano secuencia es una toma única, sin cortes, en que suelen ser característicos los movimientos de cámara.
[3] El ángulo de cámara contrapicado es aquel que muestra el objetivo desde cerca del suelo, generalmente realzando su importancia o engrandeciéndolo, como efecto inmediato en el espectador.
[4] Usamos el término “humano” como característica de la persona sensible e involucrada con el mundo y el prójimo. Como también lo usó el poeta César Vallejo cuando escribe: “hombres humanos”, en su poema Los nueve monstruos.
[5] Elipsis: Supresión, en la trama, de alguna porción de la historia que se cuenta. Primerísimo primer plano: encuadre en que la cara del personaje llena la pantalla. Epifanía: revelación vital que inspira alguna expresión artística o filosófica.
[6] No puedo concebir el arte como ente ajeno a la forja de la propia personalidad del artista.
[7] El subgénero distópico en las obras narrativas es aquel que, en oposición a lo utópico, muestra un futuro indeseable al que podría acaso llegar la humanidad.