domingo, mayo 29, 2016

Oswaldo Reynoso: Creador

Nos citó en el Centro de Lima; lo habían invitado a un encuentro de escritores de alguna región del norte del país. Al final del evento nos saludó con alegría y para aliviar el calor de la noche veraniega nos propuso unas chelas; aunque mejor diré oro líquido con espuma, recreando su palabra. Jirón Quilca, bar Don Lucho. Alex y yo no conocemos Lima muy bien pero con él uno se siente seguro en los lugares que puedan parecer más peligrosos. Perdón; se sentía, debí decir… no haber estado en sus exequias (pues vivo en otra ciudad) quizá sea el porqué de esta sensación, al pensar que ya no existe, de estar rascoteando alguna capa errónea de la realidad: uno todavía cree lícito llamarlo para ir a chelear en la peña de Pepe Villalobos, donde se sentía tan a gusto; y esa capa es una lógica que atrapa pero no penetra: el inconsciente, dicen, manda y es testarudo con ciertas cosas que complican la verdad.

El jirón Quilca es una calle durante el día copada de tiendas de libros nuevos y viejos, unos de poca monta y otros de mucha valía, discos usados de la música más exquisita, documentales de rebuscada calidad, en fin un emporio de cultura con sello popular; y de noche es un chupadero en que algunos regentes de dichos negocios y sus clientes asiduos, y jóvenes de las fachas más  insólitas en ropas y peinados, se entregan, dentro de cantinas o en la misma calle, ocupando incluso la pista, a la bohemia alcohólica o de otras drogas. Y entre todo lo caótico que pueda verse da gusto no encontrar ahí el remilgo de la pitucada ni la moralina tradicional.

Después de tres horas salimos del Bar Don Lucho; era como la una de la mañana. Oswaldo tiene ochenta y cinco años y no puede pegarse las amanecidas de antes porque ya tuvo algunas complicaciones de salud. Tiene ochenta y cinco años pero nadie que lo conozca diría que es un anciano. Todo el mundo lo trata de “maestro” pero a él le basta con “Oswaldo”. En la semiluz amarillenta fulge su cabeza de león plateado acompasada por contraste con el barullo vistoso de cabezas oscuras y caras jóvenes en pluralidad de brillos, fisonomías y tonos; el rostro de su patria, dijo él. Y entre escarceos se va abriendo a su paso ese imbricado armonioso y caótico; Muchos, que lo reconocieron y saludaron al llegar, lo ven y se despiden con ademanes respetuosos y fraternos.

Entre esa turbulencia él se conduce apacible hasta llegar a la esquina donde lo embarcamos. Uno quiere preocuparse por que llegue bien a casa pero tal impulso desaparece de inmediato: Oswaldo debe de ser inmortal.

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Esa vez, la última que lo vi, me fue epifánico constatar que se puede tener ochenta y cinco años sin ser anciano. Oswaldo no tenía edad. Pero esto no fue un don; Oswaldo lo consiguió. Creando.

Más de una vez dijo que el acto propiamente dicho de escribir es sólo la culminación de la labor poética. La poesía comienza con una actitud vital. Se es creador en todo momento. Porque vida y poesía son la misma cosa.

A Oswaldo le impresionó la marchitez de los rostros de los ancianos en las urbes del Perú. Parecen esperar pasivos la muerte, sin brillo ni sonrisa, apagados; en contraste con la vitalidad que encontró en los de China, país en que estuvo exiliado durante trece años. Sustentado en el marxismo que profesaba, vio en esos rostros el peso aplastante del capitalismo, que destruye el fulgor de la juventud, robándose la vida y dejando seres alienados y desposeídos de sus raíces y, como consecuencia, de sí mismos. Esta experiencia lo afianzó en la búsqueda de una vitalidad terrenal y milenaria, que mantenga ese brillo ausente de cuya intuición ya nos podemos enterar en “Los Inocentes”, que fue una afirmación vital de las colleras juveniles de los cincuentas en su habla, en sus cuitas, en sus preocupaciones, en su interacción social, en sus sentimienlos... Oswaldo emprendió tal búsqueda en los rostros de los jóvenes pobres de su país, para quienes, siempre lo dijo, él escribía. Pero sólo en los rostros de los jóvenes pobres. Siendo la burguesía la clase social llamada a imponer los patrones de conducta de toda la sociedad, es la juventud burguesa la que primero tiende a practicarlos como norma; por eso sería ésta, en contraste con la juventud proletaria, la más pronta en alienarse y perder su vitalidad terrenal, o quizás la que ni siquiera la llegara a ejercer.

El verdadero creador, que es tal cosa en todo momento, no sólo a la hora de escribir, lo es creándose a sí mismo. A través de su poesía. (Poesía, arte, creación… uso estos términos con el mismo significado, como lo hacía Oswaldo; basta remitirnos a la “poiesis” griega, que significa creación.) Entonces ya no es el arte la finalidad sino que lo es más bien el artista. El arte es el mecanismo del verdadero creador para forjar su propio espíritu, aun sin notarlo conscientemente, en un acto de amor a sí mismo que es a la vez amor a todo; en este sentido el producto sería él o ella. Él o ella se construye a través de su poesía, así como los arqueros zen cuya finalidad no es darle al blanco sino la forja y el temple de su espíritu a través de su arte.

Oswaldo forjó su manera de hallar y conservar su llama terrenal y milenaria. Se encontró perpetuo y floreciente en la sonrisa de los jóvenes pobres de su país, en esos rostros que fueron su patria. Su propio espíritu fue su gran poesía; y nos la entregó en obras que fueron verdadera expresión de toda esa belleza. En sus relatos titulados “En busca de la sonrisa encontrada”, cuya creación comenzó mucho antes de que la escribiera, porque entonces él ya se creaba. Y cumplió la promesa que se hizo a sí mismo, de no ser un mártir, cuando Martín Adán le expresó su temor por lo que sería en un país como el Perú de ese joven con tamaña sensibilidad que lo llevó a crear “Los Inocentes”. La clave era no volverse un anciano en el Perú…

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Como creador, Oswaldo responde a un impulso terrenal; a fin de cuentas todo arte verdadero es el pulso de la tierra. El suelo, la cultura milenaria, se comunican con él a través de esos rostros que son su patria, en el lenguaje de los sentidos: la vista, el oído, el olfato, el tacto, son el acceso contemplativo a la verdad buscada. Con ellos se afirma a sí mismo negando al dios católico de claustros tenebrosos, de culpas y castigos lacerantes; y concibe, desafiando la moral cavernaria, una ética y una estética vitales: su ética, la moral de la piel; su estética, la homosensualidad (término que a él le parecía muy preciso); si describe la belleza femenina, Oswaldo usa adjetivos sexualmente concluyentes: “chinas guaposas, atrevidas, con minúsculos trajes bien ceñidos a sus exuberantes y apetecibles cuerpos” (En busca de la sonrisa encontrada). Sin embargo, pinta a los varones con adjetivos sin carga sexual pero que hilvanados magnifican el objeto desplegando un erotismo intenso de los sentidos, es decir, deja que el espíritu del lector detone libremente la carga sensual acumulada: “Con disimulo, contemplo a Gabriel: su nariz es perfilada casi navaja, su rostro es largo, el color de su piel es de un pálido marrón casi ocre y la estructura completa de su rostro se asemeja a las figuras de colores de los incas que aparecen en los textos escolares. Su hablar es lento con una leve y suave pronunciación de la zeta. Está sentado frente a mí. Me alcanza la botella y aprovecho para tocarle furtivamente la mano y siento la suave y tierna vibración de su piel. Si me hubiera sentado al lado de él, es posible que hubiera aspirado, a través de su gruesa chompa de lana, su aroma natural de hierbas frescas. Sus cabellos son negros, retintos, indómitos, peinados hacia atrás". (En busca de la sonrisa encontrada). En otro pasaje: “A través de su traje de estrellas y monedas, se destila el olor de su cuerpo sudado por tanto pasacalle: aroma denso, perturbador. Salaz".

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Terrenal y milenario, Oswaldo no podía pasar por alto el desamor en la literatura. O sea, la falta de compromiso, el irespeto al suelo y la cultura que nos engendran. Entrevistado por la revista Ideele, execró a aquellos escritores que “publican un libro al año porque tienen convenios económicos con las grandes editoriales transnacionales”…

—Yo no soy un escritor ganapán— fue su manifiesto.

Y fue incansable en su lucha contra las argollas que reducen el panorama literario peruano a la mostración de ciertos escritores capitalinos acomodados con el poder, un efecto del individualismo cuyo motor por excelencia es el sistema capitalista. Oswaldo soñó siempre con una nueva sociedad: “cuando seamos todos hermanos…” Así lo decía.

Por eso comprendo la desazón con que el poeta novelista Luis Fernando Cueto, gran amigo suyo, se despide de él: “Ahora qué queda. Qué hay detrás de este vacío. Quién podrá escribir, con tanta belleza, sobre este país, sobre los jóvenes pobres de este país, y encontrar en ellos una riqueza, una sonrisa limpia, la límpida moral de la piel. Miro a los costados, y no veo a nadie. Quién podrá, con valentía, decir las cosas claras, poner los puntos sobre las íes en esta feria de vanidades en que se ha convertido la literatura en este país. Miro a los costados, y no veo a nadie. Hasta siempre, querido Oswaldo, nos vas a hacer una falta sin fin; va a ser muy difícil continuar, sin ti, este viaje a ninguna parte que llamamos vida.”

César Vallejo, marxista como tú, Oswaldo, escribió: “Cuídate de la hoz sin el martillo. Cuídate del martillo sin la hoz.” Y diciendo eso nos hablaba, en sus términos, del amor. Eso fuiste enteramente, Oswaldo, militante del amor… y ahora, a nosotros, quién nos cuidará de la "poesía" sin el amor…