domingo, octubre 16, 2016

Poesía, canción popular y puristas anquilosados

Bob Dylan, el poeta respondón al sistema (... que fue)

El premio Nobel que ha ganado Bob Dylan ha causado revuelo entre los puristas paramétricos (no merecen que los llame críticos literarios) según los cuales un cantautor —presento la idea en simples términos— podrá hacer letras muy bonitas pero jamás pretender que eso sea poesía. O sea, en mérito a lo sucinto, la poesía debe venir con ISBN para ser poesía.

Hay toda una poética en las letras de Bob Dylan; pero aquí no trataré de demostrar que Bob Dylan merece el galardón. Primero, porque todo premio SIEMPRE es injusto, ya que SIEMPRE hay quien lo merece por igual o más. Y, segundo, porque el Premio Nobel de Literatura, aparte de manejarse con sesgos políticos que ya muchos han denunciado, resulta siendo un fetiche cultural que incluso llega a cobrar más importancia que la literatura misma. Recuerdo que, luego de que Vargas Llosa lo ganara, comenzaron en retahíla a hacerle homenajes al novelista en todo el Perú; en Arequipa, por ejemplo, la casa donde pasó parte de su infancia había estado olvidada por años y a raíz del premio se la restauró y convirtió en un museo lujoso. La pregunta es por qué no se había hecho todo eso antes de su premio Nobel, si su obra ya estaba ahí para ser valorada, ¿o acaso no merecía ese reconocimiento sin haber obtenenido dicho premio? ¿A quién se hacían en verdad esos homenajes, al escritor o al significado del Premio Nóbel en sí? Es, pues, la cultura del envase que denunciaba Galeano, la cultura del premio al premio... ¿y la literatura?

Aclarado eso, me centraré en la cuestión de si la canción popular puede ser poesía, o literatura, lo cual viene a ser lo mismo. Ya han señalado varios críticos que la poesía nació en la oralidad y acertadamente han recordado a los aedos y rapsodas cantando sus epopeyas, al inmortal Homero entre ellos. No es casual, pues, el nombre de "género lírico": se lo expresaba con la lira.

Reproduzco, para ser más didáctico, un pensamiento de Jorge Luis Borges, inmenso poeta que, entre sus obras, cuenta con una colección de letras de milonga (género musical argentino) llamada “Para las seis cuerdas”. Llega a decir Borges: «Un verso bueno no permite que se lo lea en voz baja, o en silencio. Si podemos hacerlo, no es un verso válido: el verso exige la pronunciación. El verso siempre recuerda que fue un arte oral antes de ser un arte escrito, recuerda que fue un canto». Podríase agregar que eso se cumple no sólo para el verso bueno. ¿No es cierto que al leer “Cien años de soledad” se va sintiendo una voz interna que danza libre y feliz?

La poesía es el arte de la palabra. El arte que a través del trabajo con elementos lingüísticos crea significados extraordinarios (o sea más allá del uso ordinario del lenguaje) que cautivan el espíritu humano con revelaciones portadoras de belleza. Si en la letra de una canción se han trabajado de ese modo los elementos lingüísticos de la palabra, incluido su sonido propio (fuera de las tonalidades y compases de la música) porque la literatura también es ritmo y musicalidad, entonces esa creación es literatura. Claro que los grandes cantautores son capaces de unir la palabra y la música en el canto de modo tan coherente que este adquiere un nuevo poder expresivo único; pero no por ello deja de ser poesía algo que ha tenido un trabajo artístico del lenguaje. Charly García, Luis Alberto Spinetta, Violeta Parra, Víctor Jara, Chico Buarque, Silvio Rodríguez, Chabuca Granda, Atahualpa Yupanqui, por mencionar algunos grandes de Latinoamérica, son poetas que merecen ser tomados como tales; sus versos tienen todos los elementos que hacen poesía al verso escrito y publicado en ediciones en papel. Así como sería absurdo decir que, porque Rafo Raez ha cantado poemas de Vallejo; Pablo Milanés, de Nicolás Guillén; Joan Manuel Serrat, de Machado; etc. van a dejar esas obras de ser poesía.

Las quejas insensatas de los puristas han llegado más allá y se han querido mofar pidiendo premio Nobel para los guiones cinematográficos de Woody Allen, creyéndose sarcásticos. Woody Allen es un excelente guionista y su trabajo como tal es literatura (cosa que los puristas no pueden entender); ¿o acaso no lo son los guiones de cine de García Márquez, de Borges, de Beckett…?  ¿O acaso no lo es el libreto adaptado de "Antígona" que hizo el poeta José Watanabe para Teresa Ralli, de la agrupación teatral Yuyachkani? Pero "Antígona" es teatro, dirá un purista desubicado. Lo que pasa es que, felizmente, el teatro ya es clásicamente tomado como literatura, y por eso con él no se meten, a pesar de ser, así como la canción, un trabajo de la palabra (en sus elementos lingüísticos) fusionado con otros modos de expresión artística. Digo felizmente porque estos puristas de anteojeras, enfermos de Sistema Establecido, eran capaces de soplarse al mismo Shakespeare. Si incluso dicen, traspasando la ingenuidad, que este premio a Bob Dylan ha matado la literatura.

Aunque, como mencioné, la fetichización del Premio Nobel parece querer matarla, mientras el ser humano guarde en su espíritu una brizna de libertad, SIEMPRE habrá poesía.

jueves, agosto 11, 2016

CINE: Días de Santiago: las imposibilidades instituidas

El cineclub “Carlos Oquendo", con sede en la Biblioteca Regional Mario Vargas Llosa, ha proyectado el mes pasado la película Días de Santiago (2004), del cineasta Josué Méndez. Agradecemos a los gestores de dicho cineclub por la proyección de esa obra tan importante para la cultura peruana contemporánea y desde aquí nos aproximamos a su valoración.


La década del fujimorato estuvo marcada por la fijación del neoliberalismo en el Perú, doctrina que entró en auge mundial pero que se enraizó no sólo como una serie de políticas económicas del capitalismo tardío sino en la forma de un individualismo brutal que fue destejiendo la ya feble estructura social hasta extremos de desolación y apatía en los vínculos de familia y nación. Esto y la complicidad del Estado con el terrorismo subversivo, que llevó al Perú a su más terrible escalada de violencia, dejó hondamente herida la cohesión social y dejó maltrecha en el individuo la sensación de confianza en su entorno y en el Estado, percibido más que nunca como un extraño de quien cuidarse, lejos de la idea —incluso constitucional— de que tal institución esté ahí para protegerlo.

El nuevo cine nacional, surgido en las dos primeras décadas de este milenio, ha sido la expresión dramática de esa herida, en manos de cineastas en compromiso con una verdad dolorosa que los rodea y las rodea, y que en la actual calma (¿aparente?) parece estar al asedio por devorarlo todo.

El investigador cultural Víctor Vich, en un ensayo sobre el nuevo cine peruano, encuentra en éste una necesaria respuesta de la sensibilidad no adormecida ante la difusión oficial del optimismo en la peruanidad (a través de la propaganda concertada al crecimiento económico, al boom gastronómico, marca Perú, etc…) que soslaya esa herida en un simulacro de bienestar, el cual, si logra cierta sensación de confianza nueva en la noción de país, lo haría a costa de dejarlo disgregado merced a la imposibilidad del amor, suplantado por el mercado. Para posibilitar, pues, un país sorteando el peligro de penetrar tal herida, los nuevos lazos deben ser ficticios, impresos ideológicamente: superficiales como resultado inevitable.

La película muestra los aspectos oscuros de esta sociedad de individualismo exacerbado en que las oportunidades son una mentira o a lo mucho una estrategia utilitaria; a través de tres líneas narrativas compenetradas alrededor del protagonista, Santiago Román (interpretación notable de Pietro Sibille), un joven de clase media-baja, excombatiente de la marina, traumatizado por la guerra y la corrupción militar, víctima de delirio de persecución, en busca de un espacio para sí en la familia y en la sociedad, y cuya cordura va evolucionando hasta emparejarse, en una dolorosa metáfora de desquiciamiento, con la que se revela en la disfuncionalidad de estas instituciones. (Se recomienda continuar leyendo sólo después de haber visto la película.)

Desde el comienzo de la película se establecen las tres líneas narrativas que van dando una extensión ultra realista y perentoria al drama (he ahí su poética): una, la de los hechos; otra, la del efecto de ellos en la psique del protagonista, vinculada al uso alternado del blanco y negro; y la última, onírica y desfasada, sustentada en lo absurdo como salida imperiosa del hoyo dramático: Santiago en ejercicios militares, pleno y dueño de su entorno, junto con escenas cortas de un Santiago disfrazado de soldado en su entorno real, acaso en sueños, acaso en su extravío mental.

La imposibilidad de Santiago de constituir un hogar con su esposa, luego de seis años de servicio en la milicia, marca el primer rechazo que enfrenta de la realidad. La indiferencia de la recepcionista en el instituto da la pauta de una serie de espacios clausurados, que le impiden cumplir su anhelo de ser útil y adaptarse. Los monólogos interiores sobre el entorno callejero, además de su riqueza literaria, equiparable con el sobresaliente monólogo sobre los chorros y carteristas en Nueve reinas, del fallecido Fabián Bielinsky, dan indicios iniciales del desquiciamiento debido a la experiencia de la guerra: sacar su línea en un entorno donde todo desconocido es enemigo, la búsqueda de orden como necesidad reflejada del caos pasado. Desquiciamiento que sólo promete acrecentarse con la violencia y el machismo turbio del entorno familiar de Santiago, cuya disgregación contrasta con los lazos amicales que tiene con sus excompañeros de armas, que se encuentran en la misma situación de abandono económico-social, y en especial del Rata, lisiado seguramente por la guerra, única imagen fraterna de Santiago, quien termina suicidándose, durísimo golpe para él —nótese el uso extendido de blanco y negro como intensificador de carga emocional subjetiva—, y dejándole como herencia un auto viejo que lo saca de apuros económicos, usado como taxi.

El amor paterno es una imposibilidad, la masculinidad hegemónica deviene grotesca en el machismo exacerbado del padre. El afecto paterno es un simulacro de autoridad. “Pero no te vayas hoy, puedes quedarte el tiempo que quieras”, le dice cuando lo echa de la casa, con la hipocresía más cotidiana que se pueda imaginar.

Un detalle para tener en cuenta es la fotografía en las escenas de práctica militar en algún cerro capitalino, con las luces de alguna barriada como fondo reticente. Varias películas peruanas han mostrado escenas similares: Magallanes (Salvador del Solar), Sigo siendo (Javier Corcuera), Paraíso (Héctor Gálvez)… en ellas, los personajes arrojados de la urbe terminan elaborando una respuesta subjetiva autoexiliatoria y a la vez autoafirmativa (aun en el desvarío), la cual llega a comprometer subjetivamente al espectador a través de tales encuadres.

Santiago rechaza la violencia, pero ella está arraigada en él mismo como lo está en la sociedad peruana posterior a Sendero y el fujimorismo. Por eso haber golpeado a Mari, su esposa, cuando pierde los papeles en la compra frustrada del refrigerador, es otra carga dura para él; y adonde acude en busca de alivio moral es el mismo centro del problema: el hermano golpeador. Él mismo se va confundiendo con su entorno, y todo se va desertificando cada vez más. La discoteca representa aquí el refugio de los que ya no tienen un lugar en la urbe, como bien lo anota Víctor Vich en el ensayo mencionado. Pero ese refugio no es más que otro simulacro.


El amor de pareja es una imposibilidad a partir del abandono de Mari y el delirio con su compañera de instituto; más lo es con la irrupción de su cuñada huyendo de una relación violenta de apego mórbido. Y cuando estalla la crisis familiar, los gemidos de la madre parecen ser lo único lúcido, pero son sólo eso, gemidos resignados ante la violencia instituida… y Santiago no puede matar al padre que abusa sexualmente de su pequeña hermana, la desfiguración de la voluntad está lograda, las escenas ya no importa si son en blanco y negro o en color… incluso el coqueteo con el suicidio se ha desensibilizado: le entusiasma la idea de matarse, porque la muerte le es atractiva no en la oscuridad, no en la negación vital; no hay abatimiento, no cabe la depresión; ni siquiera es una afirmación; es sólo una posibilidad atractiva que no ofrece solución alguna: la consumación de la imposibilidad.

domingo, mayo 29, 2016

Oswaldo Reynoso: Creador

Nos citó en el Centro de Lima; lo habían invitado a un encuentro de escritores de alguna región del norte del país. Al final del evento nos saludó con alegría y para aliviar el calor de la noche veraniega nos propuso unas chelas; aunque mejor diré oro líquido con espuma, recreando su palabra. Jirón Quilca, bar Don Lucho. Alex y yo no conocemos Lima muy bien pero con él uno se siente seguro en los lugares que puedan parecer más peligrosos. Perdón; se sentía, debí decir… no haber estado en sus exequias (pues vivo en otra ciudad) quizá sea el porqué de esta sensación, al pensar que ya no existe, de estar rascoteando alguna capa errónea de la realidad: uno todavía cree lícito llamarlo para ir a chelear en la peña de Pepe Villalobos, donde se sentía tan a gusto; y esa capa es una lógica que atrapa pero no penetra: el inconsciente, dicen, manda y es testarudo con ciertas cosas que complican la verdad.

El jirón Quilca es una calle durante el día copada de tiendas de libros nuevos y viejos, unos de poca monta y otros de mucha valía, discos usados de la música más exquisita, documentales de rebuscada calidad, en fin un emporio de cultura con sello popular; y de noche es un chupadero en que algunos regentes de dichos negocios y sus clientes asiduos, y jóvenes de las fachas más  insólitas en ropas y peinados, se entregan, dentro de cantinas o en la misma calle, ocupando incluso la pista, a la bohemia alcohólica o de otras drogas. Y entre todo lo caótico que pueda verse da gusto no encontrar ahí el remilgo de la pitucada ni la moralina tradicional.

Después de tres horas salimos del Bar Don Lucho; era como la una de la mañana. Oswaldo tiene ochenta y cinco años y no puede pegarse las amanecidas de antes porque ya tuvo algunas complicaciones de salud. Tiene ochenta y cinco años pero nadie que lo conozca diría que es un anciano. Todo el mundo lo trata de “maestro” pero a él le basta con “Oswaldo”. En la semiluz amarillenta fulge su cabeza de león plateado acompasada por contraste con el barullo vistoso de cabezas oscuras y caras jóvenes en pluralidad de brillos, fisonomías y tonos; el rostro de su patria, dijo él. Y entre escarceos se va abriendo a su paso ese imbricado armonioso y caótico; Muchos, que lo reconocieron y saludaron al llegar, lo ven y se despiden con ademanes respetuosos y fraternos.

Entre esa turbulencia él se conduce apacible hasta llegar a la esquina donde lo embarcamos. Uno quiere preocuparse por que llegue bien a casa pero tal impulso desaparece de inmediato: Oswaldo debe de ser inmortal.

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Esa vez, la última que lo vi, me fue epifánico constatar que se puede tener ochenta y cinco años sin ser anciano. Oswaldo no tenía edad. Pero esto no fue un don; Oswaldo lo consiguió. Creando.

Más de una vez dijo que el acto propiamente dicho de escribir es sólo la culminación de la labor poética. La poesía comienza con una actitud vital. Se es creador en todo momento. Porque vida y poesía son la misma cosa.

A Oswaldo le impresionó la marchitez de los rostros de los ancianos en las urbes del Perú. Parecen esperar pasivos la muerte, sin brillo ni sonrisa, apagados; en contraste con la vitalidad que encontró en los de China, país en que estuvo exiliado durante trece años. Sustentado en el marxismo que profesaba, vio en esos rostros el peso aplastante del capitalismo, que destruye el fulgor de la juventud, robándose la vida y dejando seres alienados y desposeídos de sus raíces y, como consecuencia, de sí mismos. Esta experiencia lo afianzó en la búsqueda de una vitalidad terrenal y milenaria, que mantenga ese brillo ausente de cuya intuición ya nos podemos enterar en “Los Inocentes”, que fue una afirmación vital de las colleras juveniles de los cincuentas en su habla, en sus cuitas, en sus preocupaciones, en su interacción social, en sus sentimienlos... Oswaldo emprendió tal búsqueda en los rostros de los jóvenes pobres de su país, para quienes, siempre lo dijo, él escribía. Pero sólo en los rostros de los jóvenes pobres. Siendo la burguesía la clase social llamada a imponer los patrones de conducta de toda la sociedad, es la juventud burguesa la que primero tiende a practicarlos como norma; por eso sería ésta, en contraste con la juventud proletaria, la más pronta en alienarse y perder su vitalidad terrenal, o quizás la que ni siquiera la llegara a ejercer.

El verdadero creador, que es tal cosa en todo momento, no sólo a la hora de escribir, lo es creándose a sí mismo. A través de su poesía. (Poesía, arte, creación… uso estos términos con el mismo significado, como lo hacía Oswaldo; basta remitirnos a la “poiesis” griega, que significa creación.) Entonces ya no es el arte la finalidad sino que lo es más bien el artista. El arte es el mecanismo del verdadero creador para forjar su propio espíritu, aun sin notarlo conscientemente, en un acto de amor a sí mismo que es a la vez amor a todo; en este sentido el producto sería él o ella. Él o ella se construye a través de su poesía, así como los arqueros zen cuya finalidad no es darle al blanco sino la forja y el temple de su espíritu a través de su arte.

Oswaldo forjó su manera de hallar y conservar su llama terrenal y milenaria. Se encontró perpetuo y floreciente en la sonrisa de los jóvenes pobres de su país, en esos rostros que fueron su patria. Su propio espíritu fue su gran poesía; y nos la entregó en obras que fueron verdadera expresión de toda esa belleza. En sus relatos titulados “En busca de la sonrisa encontrada”, cuya creación comenzó mucho antes de que la escribiera, porque entonces él ya se creaba. Y cumplió la promesa que se hizo a sí mismo, de no ser un mártir, cuando Martín Adán le expresó su temor por lo que sería en un país como el Perú de ese joven con tamaña sensibilidad que lo llevó a crear “Los Inocentes”. La clave era no volverse un anciano en el Perú…

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Como creador, Oswaldo responde a un impulso terrenal; a fin de cuentas todo arte verdadero es el pulso de la tierra. El suelo, la cultura milenaria, se comunican con él a través de esos rostros que son su patria, en el lenguaje de los sentidos: la vista, el oído, el olfato, el tacto, son el acceso contemplativo a la verdad buscada. Con ellos se afirma a sí mismo negando al dios católico de claustros tenebrosos, de culpas y castigos lacerantes; y concibe, desafiando la moral cavernaria, una ética y una estética vitales: su ética, la moral de la piel; su estética, la homosensualidad (término que a él le parecía muy preciso); si describe la belleza femenina, Oswaldo usa adjetivos sexualmente concluyentes: “chinas guaposas, atrevidas, con minúsculos trajes bien ceñidos a sus exuberantes y apetecibles cuerpos” (En busca de la sonrisa encontrada). Sin embargo, pinta a los varones con adjetivos sin carga sexual pero que hilvanados magnifican el objeto desplegando un erotismo intenso de los sentidos, es decir, deja que el espíritu del lector detone libremente la carga sensual acumulada: “Con disimulo, contemplo a Gabriel: su nariz es perfilada casi navaja, su rostro es largo, el color de su piel es de un pálido marrón casi ocre y la estructura completa de su rostro se asemeja a las figuras de colores de los incas que aparecen en los textos escolares. Su hablar es lento con una leve y suave pronunciación de la zeta. Está sentado frente a mí. Me alcanza la botella y aprovecho para tocarle furtivamente la mano y siento la suave y tierna vibración de su piel. Si me hubiera sentado al lado de él, es posible que hubiera aspirado, a través de su gruesa chompa de lana, su aroma natural de hierbas frescas. Sus cabellos son negros, retintos, indómitos, peinados hacia atrás". (En busca de la sonrisa encontrada). En otro pasaje: “A través de su traje de estrellas y monedas, se destila el olor de su cuerpo sudado por tanto pasacalle: aroma denso, perturbador. Salaz".

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Terrenal y milenario, Oswaldo no podía pasar por alto el desamor en la literatura. O sea, la falta de compromiso, el irespeto al suelo y la cultura que nos engendran. Entrevistado por la revista Ideele, execró a aquellos escritores que “publican un libro al año porque tienen convenios económicos con las grandes editoriales transnacionales”…

—Yo no soy un escritor ganapán— fue su manifiesto.

Y fue incansable en su lucha contra las argollas que reducen el panorama literario peruano a la mostración de ciertos escritores capitalinos acomodados con el poder, un efecto del individualismo cuyo motor por excelencia es el sistema capitalista. Oswaldo soñó siempre con una nueva sociedad: “cuando seamos todos hermanos…” Así lo decía.

Por eso comprendo la desazón con que el poeta novelista Luis Fernando Cueto, gran amigo suyo, se despide de él: “Ahora qué queda. Qué hay detrás de este vacío. Quién podrá escribir, con tanta belleza, sobre este país, sobre los jóvenes pobres de este país, y encontrar en ellos una riqueza, una sonrisa limpia, la límpida moral de la piel. Miro a los costados, y no veo a nadie. Quién podrá, con valentía, decir las cosas claras, poner los puntos sobre las íes en esta feria de vanidades en que se ha convertido la literatura en este país. Miro a los costados, y no veo a nadie. Hasta siempre, querido Oswaldo, nos vas a hacer una falta sin fin; va a ser muy difícil continuar, sin ti, este viaje a ninguna parte que llamamos vida.”

César Vallejo, marxista como tú, Oswaldo, escribió: “Cuídate de la hoz sin el martillo. Cuídate del martillo sin la hoz.” Y diciendo eso nos hablaba, en sus términos, del amor. Eso fuiste enteramente, Oswaldo, militante del amor… y ahora, a nosotros, quién nos cuidará de la "poesía" sin el amor…


jueves, marzo 10, 2016

CINE: El renacido (The revenant)


La película estadounidense “El renacido”, del director mexicano Alejandro González Iñárritu, es una obra bastante irregular. Por lo impactante de algunas escenas y por el nudo gordiano, en lo moral, del conflicto generativo de la trama, quizás valga la pena invertir las innecesarias dos horas y media que esta dura; pues al margen de estos aciertos puede resultar cansada y vacía. ADVERTENCIA: los siguientes párrafos revelan detalles que pueden echar a perder la expectación de la película.

Afiche de "El renacido"

“El renacido” puede analizarse dividiéndola en tres partes muy claras de distintas calidades narrativas. La primera parte nos lleva desde la presentación de un espacio natural adverso en que el invierno crudo y la presencia de indígenas norteamericanos que protegen sus territorios amenazan a una expedición invasora occidental que recolecta valiosas pieles animales para conseguir fortuna, hasta el terrible ataque (escena impactante) de una osa al guía de la expedición, Hugh Glass (interpretado notablemente por Leonardo Di Caprio), y el posterior conflicto mortal entre quienes habían sido encargados de cuidar los últimos momentos de este herido que ya parecía dar sus últimos estertores: John Fitzgerald (interpretado por Tom Hardy), un adulto agresivo y displicente, el hijo mestizo del herido, cuya madre india fue asesinada por invasores occidentales, y un muchacho timorato que se ofreció de corazón a cambio de un pequeño pago. Este grupo se quedó para cuidar al herido hasta enterrarlo una vez muerto y luego seguir la ruta de regreso que tomó el resto de la expedición. Es aquí donde la película cobra bríos y potencia narrativos: Fitzerald, quien convence a Glass para darle una voluntaria muerte asistida, se vio amenazado por la ira del muchacho al confundir la situación y termina asesinándolo frente a la mirada impotente de su padre inmovilizado y afónico. Esta paradoja moral es el nudo gordiano mencionado, y el núcleo epifánico del entramado fílmico: la lealtad, la verdad y la conmiseración humanas, enfrentadas con el impulso de supervivencia individual de quien quedó a cargo del pequeño grupo, Fitzgerald, el personaje antagonista. Esta es la parte más notable a pesar del guión enredoso de los primeros minutos, que puede confundir al espectador, exigiendo atención de más, acaso innecesaria, antes del momento crucial de la sepdeación del grupo excursionista. Fitzgerald, después del homicidio, se lleva con engaños al muchacho sobreviviente, dejando al herido moribundo y desprotegido. Desde aquí es un acierto narrativo el nervio con que Glass recupera sus capacidades motivado por el amor a su hijo muerto y un código de fortaleza y unión que tenían entre ellos, el cual parece venir de la pérdida de la madre del muchacho, que es recordada en flashbacks.

Glass comienza aquí una lucha desigual contra una naturaleza escabrosa y hostil, excelsamente fotografiada por el multipremiado Emmanuel Lubezki, en que el frío álgido, la amenaza de bestias salvajes y de hordas indígenas que defienden su territorio sólo parecen asegurarle un doloroso final. Los primeros momentos de esta parte de la película conmueven al mostrar aquello de lo que es capaz un ser humano cuando está movido por la intensidad de su amor y de sus pasiones, entiéndase el deseo de venganza por el asesinato de su amado hijo. Pero progresivamente los desafíos que va superando el personaje se tornan repetitivos e incluso inverosímiles, lo cual implica una pérdida de intensidad cinematográfica que muy bien pudo evitarse de no haberse apostado tanto por la espectacularización gratuita. Esta parte de la película culmina con la llegada de Hugh Glass al campamento de donde había partido la expedición.

La tercera parte muestra una nueva expedición planeada para ubicar Fitzgerald, quien había escapado al enterarse del regreso de Glass, y someterlo a la justicia. La sed de venganza de Hugh Glass, muy explicable y en contradicción con el instinto de supervivencia de Fitzgerald, que como ya dijimos, da sentido a la película, pudo tener otro tratamiento que no fuera un alargamiento innecesario de nuevas peripecias que llevan con tedio a un final en que el vengador termina cumpliendo su cometido y haciendo aparente justicia, o sea, lo mata. Es esta la parte en que la película de González Iñárritu termina perdiendo por predecible y fatigosa excepto por el detalle pintoresco que resulta ser la manera en que Glass engaña a Fitzgerald haciéndose pasar por muerto.

La toma final: primer plano del rostro de Hugh Glass, en que no se sabe si es el personaje o el mismo Leonardo Di Caprio quien mira directamente a la cámara rompiendo la cuarta pared, recurso estilístico tanto del cine como del teatro que siempre conlleva un significado coherente con la trama, el cual lamentablemente no existe en esta película. Teniendo a su favor los hermosos paisajes invernales que fueron magistralmente fotografiados por Lubezki, y dos actores consumados, protagonista y antagonista, sumamente expresivos y convincentes más allá de la dicción, es una pérdida la ausencia de significados que hace de las imágenes grandilocuentes meros artificios decorativos en gran parte de la película, que bien pudo haber durado una hora menos para poder ser un acierto fílmico.

Un claro desacierto es además la trama paralela de la indígena secuestrada que nunca adquiere un sentido propio y sólo termina, como artificio accesorio, cruzándose de refilón con la trama principal. Otro lo son las metáforas visuales de las apariciones de la amada asesinada, las cuales, además de su simbolismo algo abstruso, caen en la mediocridad del recurso manido. Es difícil recomendarla pero de todos modos tiene algo que ofrecer al espectador.