lunes, mayo 13, 2013

Mi lid con las poses


(Carlos Rivera se refiere a la mención que hice de una previa reflexión mía. Pongo aquí el enlace para que mis palabras no sean descontextualizadas.)

Voy ahora a su intervención. Dice que yo tracé la panorámica para el estudio del fenómeno “poseta”. No sé si me atribuya mucho o poco, pero yo sólo señalé tres cosas:

1. Que ante la ausencia de poesía en los versos, no podemos caer en el despropósito de tomar como poesía los textos de tal o cual persona basados en su estilo extravagante. (Los atuendos se convirtieron en un símbolo del fenómeno; pero no, esto incluye más que simples atuendos.) Consigna importante para no ser embaucados: Si actúa como “poeta” y viste como “poeta”, no necesariamente es poeta.

2. Que esa actitud personal, agregada socialmente, banaliza el medio y lo llena de impostura y superficialidad, en perjuicio del desarrollo cultural. Así, terminamos haciéndole el juego a la televisión y a la mayoría de la prensa escrita.

3. Que las imposturas de conducta pueden estar acompañadas de imposturas en sus poemas. Y nadie mejor que uno mismo para descubrirlo mediante una introspección y, si es preciso, ensimismarse y dejar de depender demasiado del veredicto público.

Además, hay tres hechos que considerar al respecto:

1. Entré a tallar en esto cuando acusé la ausencia de poesía que en gran medida cundió en el Festival Ari Quepay del año pasado, advirtiendo que hubo felices excepciones; y compartí un texto de “El lobo estepario” en que pareciera describirse, tal cual, lo observado en ese y en otros eventos poéticos de la localidad (léanlo al final de este post).

2. Ya desatada la controversia, Martín Zúñiga y Kreit Vargas pidieron mencionar los nombres de aquellos a los que se referían las críticas. Pero yo no lo veo necesario, ya que no se trata de personas sino de actitudes que cualquiera puede tener, unos más que otros.

3. Martín Zúñiga y Kreit Vargas coincidieron otra vez en pedirme que critique los textos publicados en Urbanotopía, para sustentar mi postura. Eso no tiene sentido porque sin tener los poemas del festival, no se puede saber si los de Urbanotopía son los mismos. Es normal que los poemas de cada quien sean disímiles entre sí (salvo raras excepciones) y no es dable juzgar una parte de la poesía de alguien (la leída en el festival) basándose en las cualidades de otra parte. Si se trata de fundamentar críticas hechas a la poesía del festival, habrá que hacerlo con los textos del festival, como ya ocurrió cuando Jorge Vargas subió los suyos a la red para tal propósito. Nadie más lo hizo.

Y debo hacer, para terminar, dos aclaraciones:

1. Nunca dije que en Arequipa no se hiciera buena poesía ni que la poesía local no fuera prometedora (de hecho, lo es). Yo sólo critiqué lo que encontré en un festival sin mucha poesía.

2. No sostengo que un autor de maneras extravagantes sea necesariamente un impostor, porque no sabemos si ese no es su estilo. Tampoco sostengo que uno que sí imposte su comportamiento, sea, necesariamente, un mal poeta. Lo que digo es que no se puede pretender que esas imposturas hagan pasar sus textos como poesía. No vale eso de “ha de ser buen poeta porque es raro”.

Termino con lo que un amigo me recordaba al respecto. Abraham Valdelomar decía que sus amaneramientos se debían a un afán de llamar la atención de un público inmaduro que no sabe observar lo importante. Claro, no necesariamente hay ego hinchado o sobrevaloración de la obra propia… que cada quien juzgue, si quiere, cuál es el verdadero motivo de esa actitud en los autores locales.

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El lobo estepario (fragmento)

De la última época de su estancia aquí recuerdo una expresión en ese sentido, que ni siquiera llegó a pronunciar, pues consistió simplemente en una mirada. Había por entonces anunciado una conferencia en el salón de fiestas un célebre filósofo de la Historia y crítico cultural, un hombre de fama europea, y yo había logrado convencer al lobo estepario, que en un principio no, tenía gana ninguna, de que fuera a la conferencia. Fuimos juntos y estuvimos sentados el uno al lado del otro. Cuando el orador subió a la tribuna y empezó su discurso, defraudó, por la manera presumida y frívola de su aspecto, a más de cuatro oyentes, que se lo habían figurado como una especie de profeta. Cuando empezó a hablar, diciendo al auditorio algunas lisonjas y agradeciéndole que hubiese acudido en tan gran número, entonces me echó el lobo estepario una mirada instantánea, una mirada de crítica de aquellas palabras y de toda la persona del orador, ¡oh, una mirada inolvidable y terrible, sobre cuya significación podría escribirse un libro entero! La mirada no sólo criticaba a aquel orador y pulverizaba al hombre célebre con su irresistible ironía; eso era en ella lo de menos. La mirada era mucho más triste que irónica, era insondable y amargamente triste; su contenido era una desesperanza callada, en cierto modo irremediable y definitiva, y en cierto modo también convertida ya en forma y en hábito. Con su desolado resplandor iluminaba no sólo la persona del envanecido conferenciante y ridiculizaba y ponía en evidencia la situación del momento, la expectativa y la disposición del público y el título un tanto pretencioso del discurso anunciado -no, la mirada del lobo estepario atravesaba penetrante todo el mundo de nuestro tiempo, toda la fiebre de actividad y el afán de arribismo, la vanidad entera y todo el juego superficial de un espiritualismo fementido y sin fondo-. ¡Ay!, y por desgracia la mirada profundizaba aun más; llegaba no sólo a los defectos y a las desesperanzas de nuestro tiempo, de nuestra espiritualidad y de nuestra cultura: llegaba hasta el corazón de toda la humanidad, expresaba elocuentemente en un solo segundo la duda entero de un pensador, de un sabio quizá, en la dignidad y en el sentido general de la vida humana.


Aquella mirada decía: "¡Mira, estos monos somos nosotros! ¡Mira, así es el hombre!" Y toda celebridad; toda discreción, todas las conquistas del espíritu, todos los avances hacia lo grande, lo sublime y lo eterno dentro de lo humano, se vinieron a tierra y eran un juego de monos…

Hermann Hesse

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