Las taras del amor (occidental)
"Yo no quiero un amor civilizado."
Joaquín Sabina
"Ojalá que la aurora no dé gritos que caigan en mi espalda.
Ojalá que tu nombre se le olvide a esa voz."
Silvio Rodríguez
Cierta vez me animé a preguntar a varios compañeros universitarios si habían tenido alguna relación de pareja en la que no hubieran sufrido, seguro de que la negación unánime de la respuesta me permitiría establecer una ley humana que inexorable nos subyugase, inermes, defraudados. Poco después, convencido de aquel designio fatal, trataba de idear una ética defensiva cuyos principios estaban muy bien sentados en el poético final de un cuento de Oscar Wilde en que un estudiante enamorado, después de un sacrificio cruento, es traicionado por la muchacha que le robaba el sosiego.
- ¡Qué cosa tan necia es el amor! -se dijo el estudiante mientras se marchaba-. No es ni la mitad de útil que la lógica, pues no prueba nada, y siempre nos dice cosas que no van a suceder, y nos hace creer cosas que no son ciertas. De hecho, es muy poco práctico, y como en estos tiempos ser práctico lo es todo, me volveré a la filosofía y estudiaré metafísica.
Así que volvió a su habitación, y sacó un gran libro polvoriento, y se puso a leer. *
De esta vinculación fatal entre amor y sufrimiento los poetas han hablado hasta el hartazgo, unos lamentánola y otros incluso exaltándola, no sin componer obras cada vez más bellas. Lapidante y excelso es por ejemplo el poeta César Calvo cuando dice que “amores que no lastiman dan lástima”. Y uno de mis poemas preferidos sobre el tema, un hermoso soneto de Manuel González Prada, dedicado al amor, dice:
Si eres un bien arrebatado al cielo
¿Por qué las dudas, el gemido, el llanto,
la desconfianza, el torcedor quebranto,
las turbias noches de febril desvelo?
Si eres un mal en el terrestre suelo
¿por qué los goces, la sonrisa, el canto,
las esperanzas, el glorioso encanto,
las visiones de paz y de consuelo?
Si eres nieve ¿por qué tus vivas llamas?
Si eres llama ¿por qué tu hielo inerte?
Si eres sombra ¿por qué la luz derramas?
¿Por qué la sombra, si eres luz querida?
Si eres vida ¿por que me das la muerte?
Si eres muerte ¿por qué me das la vida?
En igual medida lo hicieron los cantores. Brillante en su letrística es Joaquín Sabina cuando dice:
Porque el amor cuando no muere mata
Porque amores que matan nunca mueren
Seguramente hasta aquí, estimado lector, además de haber pensado en cuántos más ejemplos de igual o mayor belleza, ya haya pasado por varios procesos emocionales de identificación personal y sorpresa estética, no exento de un sello conformista de lamento glorioso, pero de lamento al fin.
La buena noticia, o la mala para muchísimos, es que no estamos sentenciados por ningún designio natural ni divino. La investigadora Roxana Kreimer, autora de “Las falacias del amor”, nos dice esto que a muchos nos costaría creer:
"En Occidente ha prevalecido una concepción irracional sobre el amor. Curiosamente éste fue uno de los aportes más significativos de los antiguos griegos —fundadores de la cultura racionalista— a nuestras formas contemporáneas de entender el amor, y también una de las tantas razones por las que se ha establecido un nexo tan estrecho entre amor y sufrimiento. A diferencia de los hindúes, de los chinos o de los japoneses, los griegos no entendieron al amor como una virtud a ser cultivada sino como una enfermedad, como una forma de locura que, aunque muy dulce, puede destruir todo lo que una comunidad e incluso el mismo amante, valoran. El amor no fue considerado un arte, una práctica que se enseña, se aprende y se perfecciona, sino un mecanismo irracional, espontáneo, no intencional e inducido desde el exterior —mediante las flechas de un dios caprichoso— que deja al individuo inerme, a merced de fuerzas completamente externas a sí mismo."
Esta enfermedad, que arrastramos en todas nuestras manifestaciones culturales, es llamada
amor-pasión o
amor romántico, y su origen ha sido identificado en las composiciones de los trovadores medievales, que culturalmente llevaron a toda una civilización a perder de vista la plasticidad del amor, el hecho de que pueda ser cultivado y construido creativamente. Y que además pueda ser abordado con racionalidad: el sicólogo Walter Risso, autor de importantes estudios sobre el amor, dice con estilo que racionalizar el amor no es cortarle las alas sino enseñarle a volar. Y lo mismo propugnan pensadores de fuste como Erich Fromm que incluso ha escrito, alejado del sentido facilista de los llamados libros de autoayuda, un manual que enseña el
arte de amar. Ahí nos habla de pasiones y acciones: lo mórbido es creer que el amor debe ser pura pasión, cuando en verdad podemos potencialmente hacer de él lo contrario sin sustraerle la maravilla. Y nos anima a practicar un amor activo, a edificarlo en nosotros con esfuerzo y voluntad. Pues como cualquier arte que se aprende y que a golpe de esfuerzo se hace sublime, tiene el amor un aspecto racional y un aspecto emotivo, un aspecto consciente y uno inconsciente.
En su “Estudio del hombre”, el antropólogo Ralph Linton critica el hecho de que, aunque en todas las sociedades haya afectos apasionados entre hombre y mujer, la nuestra es la única que los ha puesto como la base del matrimonio.** Dice Linton:
"La mayoría de los grupos los consideran (a dichos afectos) como una desgracia y señalan a las víctimas de estos afectos como tristes ejemplos. Su rareza entre muchas sociedades nos lleva a considerarlos como anormalidades sicológicas a las que nuestra propia cultura ha dado un valor extraordinario, del mismo modo en que otras culturas han realzado el valor de otras anormalidades. El héroe de la película americana moderna siempre es un enamorado romántico, lo mismo que el héroe de los viejos poemas épicos árabes es siempre epiléptico. Un cínico sospecharía que en cualquier población ordinaria la proporción de individuos propensos a un amor romántico tipo Hollywood no es mayor de lo que pudiera serlo la de las personas capaces de tener verdaderos ataques epilépticos. Sin embargo, basta un pequeño estimulo social para que cualquiera de los dos tipos pueda imitarse más o menos perfectamente sin que el imitador llegue a confesarse, aun a sí mismo, que su papel no es original."
Este enfermo es entonces admirado y hay que seguir su ejemplo, porque si no sufre por ella no la ama. Y esta enferma que sufre y por quien alguien sufre es envidiada, hay que tener su suerte. Casi toda la literatura y el cine occidentales se han dedicado a afianzar esta conducta; algunas obras con variaciones irreverentes y subversivas, pero sin librarse a fin de cuentas del modelo romántico instituido.
Y como es de esperarse, y por el hecho de que la institución matrimonial ha surgido como una manera de instituir la propiedad privada a través de la propiedad sexual sobre la mujer, es ésta la que ha resultado siendo la más afectada por esta tara cultural. Las niñas son bombardeadas, desde antes de tener uso de razón, por innumerables estímulos que las hacen soñar en su futuro convertido en cuento de hadas, que las hacen pasar toda su infancia y adolescencia soñando con el grandioso momento de su matrimonio, el día en que comenzarán a comer perdices. Lo irónico es que cuando se instituyó el matrimonio en la Grecia antigua, tal fecha era para la mujer el día más triste de su vida, el comienzo de su infierno programado.***
Las cosas han cambiado mucho con la liberación femenina, pero aún queda harto camino por recorrer. Millones de mujeres siguen viviendo un tercio de su vida en función de la institución que durante los otros dos tercios no les garantiza ningún éxito, ninguna felicidad.
Pero volvamos al amor-pasión. Muchos, al enterarse de esta enfermedad y diagnosticársela, apelarán a la magia y a la fascinación con que nos aborda, las que tan bien describe González Prada en el soneto que hemos leído; y tendrán una respuesta inmediata: el goce lo compensa todo... eso es algo que cada quien debe sopesar; pero es necesario tener presente que aun así contamos con una fisiología del enamoramiento, independiente de modas culturales, que no tiene por qué hacerse disfuncional cuando se suprime ese apasionamiento, ese romanticismo que nos hace sufrir. El acercamiento a la persona escogida —por mecanismos biológicos y culturales de selección sexual— no va a dejar de inundar nuestro cerebro de dopamina, el neurotransmisor responsable de hacernos sentir en las nubes al primer contacto erótico con el galán o galana de turno. Y, aunque pueda activarse más de una vez, tenemos también una fisiología neuroquímica del amor maduro, ese que nos permite tener relaciones de toda una vida, compensando la fugacidad del vínculo puramente erótico del enamoramiento.****
Para concluir, es una cosa estar enfermo y otra distinta regodearse en la enfermedad, suponiéndola digna y notable. El amor que mata es enfermo, y esa enfermedad se hace endémica gracias a la ignorancia, a creer que sus dominios son un misterio lejano del entendimiento. Pero, en fin, quien se inclina por el sufrimiento banal, quien incluso se siente honrado por las innumerables secuelas que esto acarrea, que lo haga sabiendo al menos que su dolor es opcional.
* Oscar Wilde, "El ruiseñor y la rosa".
** Aunque Linton se refiere con esto a la cultura norteamericana, fácilmente se puede aplicar a en sentido amplio a todo Occidente.
*** Para un mejor entendimiento de esto sugiero ver el siguiente documental: http://www.youtube.com/watch?v=Lo51BKwcEgc
**** Para más detalles sugiero ver el documental "Ciencia del sex appeal" de Discovery Channel, el cual se puede encontrar en Youtube. Cabe precisar que en dicho documental se llama "lujuria" a lo que en este artículo yo llamo "el vínculo puramente erótico del enamoramiento", y "enamoramiento" a lo que yo aquí llamo "amor maduro".