En Vivir, película de Akira Kurosawa, el protagonista es Kanyi
Watanabe, un burócrata veterano sin iniciativa ni interés de servicio que es
jefe de la oficina de Ciudadanos de un municipio japonés, oficina pública en la que, como en otras, se labora —o, mejor dicho, se supone que se labora— entre
torres de papeles inmóviles que nunca parecen menguar. Entre tantos expedientes
sin solución hay uno en especial: el de un canchón de aguas podridas que varias
vecinas humildes piden transformar en un parque recreativo, habiendo sido
recusadas en cada oficina y enviadas a alguna otra, sintiéndose vejadas y perdiendo
finalmente toda esperanza en la burocracia local.
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Uno de los afiches con que se publicitó la película. "Ikiru" es la transcripción fonética de su título en japonés. |
Preocupado
por constantes molestias estomacales, se entera el señor Watanabe de que un
cáncer acabará con él en menos de un año, y, al notar que ha pasado muchos años
muerto en vida por procurar lo mejor para a su hijo: sin buscar una nueva
pareja y calentando el asiento inútilmente en la oficina, decide recuperar el
tiempo perdido y busca superar su angustia en la juerga nocturna y en el
acercamiento a su familia (su hijo y su hermano) sin conseguirlo en ningún caso.
Deja de asistir
a la oficina y una joven subordinada suya lo encuentra por casualidad en la
calle y le pide que firme su renuncia al municipio, donde se siente frustrada
por la parálisis burocrática, y Watanabe se ve de pronto contagiado por la
alegría y el amor por la vida que muestra la muchacha a pesar de su pobreza.
Pasan una noche divertida en algunos centros de esparcimiento y después él
termina persiguiéndola, ante la incomodidad de ella, en busca de la fuente de
su alegría. Ella, no muy segura de tener la respuesta, al decirle que en su nuevo
trabajo, como obrera en una fábrica de juguetes, es feliz porque siente que
juega con todos los niños, inspira a Watanabe, quien pronto regresa a la
oficina y desempolva el expediente del canchón de aguas pútridas, pensando reimpulsar
la frustrada construcción del parque.
Cinco meses
después, muere el señor Watanabe, apaciblemente, columpiándose una noche nevada
en aquel parque cuya construcción decidió impulsar, recién acabado; y asistimos
a su velorio. Las mujeres que habían sido ninguneadas le lloran mostrando el
amor y el respeto que ahora sienten por él. Los políticos electoreros que
presiden el municipio se arrogan la consumación de la obra; pero, una vez que
se retiran del velorio, los funcionarios medianos (incluido el que sucederá al
difunto en la jefatura de la oficina) y otros personajes se quedan libando y discutiendo
detalles que, representados en la pantalla por una serie de flashbacks,
nos hacen saber cómo Watanabe tuvo que mover cielo y tierra para sacar adelante
la obra, contra la burocracia anquilosada e incluso contra una mafia que, sin
escrúpulos de amenazarlo, quería usar el terreno con fines mercantilistas. Siguen
libando y se emocionan cada vez más con el recuerdo de Watanabe, a quien
consideran un hombre ejemplar, y finalmente se prometen, vociferando, ya afectados
por el alcohol, ser útiles y servir a la población, al ejemplo de su extinto
jefe… todos excepto uno que durante la algarabía sólo se acerca al féretro a
hacer una reverencia, el mismo que hacía algunos minutos les había soltado tamaña
pulla cuando todos convinieron en que la transformación de Watanabe se había debido a
que supo que le quedaba poco tiempo de vida. El que sería el nuevo jefe dijo
que ellos quizá habrían hecho lo mismo y él les espetó: “Y quién sabe cuándo
moriremos nosotros”.
Luego del
juramento de copas, se cierra la escena y pasamos a la oficina, en horario de
trabajo, con todos sentados en sus lugares, al día siguiente o quizás unos
cuantos días después del velorio, con el nuevo jefe en el lugar que dejó
Watanabe. Llega una solicitud de los pobladores por un problema surgido en el espacio
público y el nuevo jefe manda a enviarlos a otra oficina. El funcionario que se
mantuvo al margen de los juramentos de cogorza se exaspera y en un arranque
airado se levanta de su silla, haciéndola caer, protestando por la hipocresía
de la que está siendo testigo. Hay mutismo general y miradas retraídas y
asustadas. El nuevo jefe se quita los anteojos y mira con seriedad amenazante.
Todos regresan a su rutina y el díscolo, algo avergonzado, recoge su silla, se
sienta y, como queriendo pasar inadvertido, se esconde tras las rumas de
papeles que dormitan sobre su escritorio, no sólo de la gente de la oficina
sino que se esconde de mí, de ti, espectador, que de ver medio cuerpo del
personaje sobre el escritorio atiborrado de expedientes pasamos, en un solo
plano secuencia, a
tenerlo sentado y de cabeza gacha tras ellos, gracias a un movimiento de cámara
que ayuda a esconderlo. Quedamos viendo los atados de expedientes avejentados,
unos sobre otros, sin personaje alguno en ese plano final de la escena.
Aunque no es
el fin de la película, esta ha culminado en términos narrativos. Es decir, nada
de lo que vemos a continuación es novedad para nosotros. Se nos muestra
enseguida una escena de júbilo en el nuevo parque: un plano secuencia nos lleva
desde los niños jugando y una madre llamándolos, a la figura de Watanabe (en
ángulo contrapicado) que
camina contemplando su obra, en plenitud, desde un puente que se alza sobre ella,
con el Sol de la tarde iluminando tras sus pasos armoniosos.
La secuenciación en Vivir transmite algo más allá de lo que llegan a expresar sus ricos
recursos de montaje y filmación. Una significación subjetivante, o, tal vez debamos decir, subliminal, en lo
perturbadora que es, explota la facultad del espectador de vérselas con el
problema que plantea la película a su manera y a la vez a la manera como el
realizador quiere que lo haga... eso es en fin la obra de arte: lo que en sus
formas logra decir lo que no dice, el signo que, sutil, deja al
espectador hacer el trabajo, en un ejercicio mental generalmente automático, de
construir su sentido de la obra a partir de su experiencia y llegar al
encuentro funcional, más allá del espacio y del tiempo, con la mente que lo
creó (aun cuando una u otra no actuara conscientemente).
Las promesas
y buenos propósitos del velorio, si bien pudieron despertar cierta satisfacción en un
sentido social, en el espectador humano, fueron enseguida abatidos por la actitud negativa del nuevo jefe secundado por la
cobardía de sus subalternos, cuando todos estuvieron de regreso en la oficina. La
película nos dejó en nada, aparentemente… La expectación de los valores humanos
descubiertos y cultivados por Kanji Watanabe en los últimos meses de su vida,
con los que terminó dando sentido a una existencia hasta entonces infructífera
—ensalzados por recursos del cine usados con maestría, como elipsis, primerísimos
primeros planos cargados de sentimiento y frases epifánicas—,
se nos configura ahora como la simple epopeya irrepetible de un personaje único:
esta fue sólo la historia de Kanji Watanabe, no la que podría ser la de
cualquier otro. La cobardía es norma, la desidia y el individualismo gobiernan,
y se esconden tras rumas de miedos y pretextos. Volvemos a la cruda realidad:
los Kanji Watanabe no abundan, pues. Ese es el final —lo recalco— narrativo de
la película. Cuando el empleado díscolo pasó a ser sumiso y se escondió tras los
legajos, quedaron, pues, ahí, sólo los legajos —que por metonimia encarnan el
problema en toda su magnitud—… y tú, espectador, tú… frente a ese problema...
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Primerísimo primer plano del protagonista. |
No esperas
que así termine la historia, alguien tiene que hacer algo, te imaginas quién
podría… quizás si todos se le unen… quizás el mismo empleado con nuevos bríos… Pero
quiso el realizador, sin desatar el nudo, que una secuencia luminosa siguiera a
la desazón del fracaso social en Vivir:
un último flashback cierra la
película, inesperado pero ya entrevisto: Watanabe, satisfecho, contempla el
parque siendo usado por la gente. No todos son Kanji Watanabe pero qué importa: mira
la belleza posible, mira el amor que salva; aun sin ser un logro épico: no es
el honor de un país ni las libertad de miles, es un parque en un barrio…
Conclusión:
belleza posible, amor que salva. Fin.
...¿fin?, pero...
si ahí hay un problema. Y tú, espectador, quedaste parado (o sentado) frente a él:
te siguen perturbando esos legajos tan cargados de individualismo y apatía. Tú,
espectador, tú, quizás cargado ahora de amor
que salva...
Habíamos
dicho que el espectador resulta viéndoselas con el problema a su manera y a la
vez como el realizador quiere que lo haga. Y esa manera es la
propia vida del espectador (desde luego, también la del realizador)
o al menos la reformación de su voluntad o el cuestionamiento de su propia
actitud; casos últimos en que se corre el riesgo, claro, de que esa voluntad o
ese cuestionamiento sea tan deleznable como aquellos buenos propósitos de
borrachos. Pero Vivir no es la única
obra capaz de despertar esos ímpetus, y sabemos por neurociencia que la
repetición de una actividad mental o de varias similares termina por
reforzarlas. Felizmente abundan, aun siendo (como sentenció el poeta Juan
Ramón Jiménez y Marco Aurelio Denegri se encargó de divulgar) una “inmensa
minoría” dentro de toda la creación humana.
El mismo
Kurosawa volvió a despertar ese amor que
salva en la secuenciación (de
similar estructura) de su genial película Los
sueños de Akira Kurosawa, en que, después de mostrar atrozmente los alcances
y las limitaciones de la voluntad humana, las miserias de la guerra y un
posible futuro distópico
con tragedias nucleares (acaso adelantándose al desastre de Fukushima) y
monstruos naciendo y expiando las culpas de una insipiente humanidad tecnificada;
nos presenta una aldea que decide volver a la naturaleza y cultivar la
dilección por el prójimo, incluidos los muertos, redescubriendo su esencia
humana, una aldea en que hasta la muerte, como un premio a la vida, es una razón
más de paz y regocijo.
La neurociencia ha dado recientemente con una
clave de la felicidad. Los sabios de la humanidad nos la vienen diciendo hace
milenios. Akira Kurosawa nos la da (hace más de medio siglo) en un cuento bello
y revolucionario: dar y servir son la esencia de Vivir... sí, con mayúscula: Vivir.