Cuando
veía “Django sin cadenas”, la reciente obra del cineasta Quentin
Tarantino, me encontré de pronto sorprendido por advertirme tan absorto,
o cautivado, por lo que estaba viendo, y me atacó el germen de cierta
desconfianza a la que uno se ve obligado en estos tiempos frente a tanto
bodrio de presumida grandeza inflamada por los medios. Me sustraje del
embeleso y reparé en que la película desarrollaba en verdad una
cinematografía sin propuesta auténtica, sin originalidad, y que yo
estaba cayendo redondito, como aquí decimos, ante recursos ya explotados
y muy bien descritos por los teóricos. Desde luego, ni tonto que fuera,
mandé a esa idea a flotar por los recovecos de mi inconsciente y me
dispuse a dejar que la película me siguiera seduciendo, entregando a
ella cual el amante que de antemano sabe perdida a su prenda, añorando
quizá un futuro improbable… (pues no es noticia que tal amante puede
hacer de un encuentro así lo más gozoso de una vida).
Por
esta razón, de varias críticas que llegué a leer de esa película, una en
especial me llamó la atención por haber sido una especie de explicación
técnica de aquel sentir mío que adrede sofoqué, como ya les he contado,
en la sala de proyección. Me refiero a un texto de Armando Russi del
cual reproduzco la parte que me fue llamativa:
«Argumentalmente
la película también es pobre y osada. Comparar a Django con Sigfrido
[héroe nórdico germano que la película alude implícitamente] es
inocente. No sólo no hace justicia poética en relación con la muerte del
mártir héroe, sino que se resuelve con un amañado happy end
comercial, donde moralistamente los buenos triunfan y los malos pierden,
Django sale —increíble— explotando la casa opresora, con su mujer
“rápido y furioso”. El problema, para mi gusto, es que Django es un
producto de una alta factura técnica que nada tiene que ver con el arte.
Tarantino, como muchos otros, pasó de ser un artista a un artesano».
Artesanía, ¡vaya!... Resucitaron entonces no pocas preguntas y se quedaron todas.
Si
aceptamos, siguiendo lo que dice en “Los mundos del arte” el sociólogo estadounidense Howard Becker, que el
artesano es un obrero que revela un virtuosismo que «puede variar de un
campo a otro, pero siempre implica un control extraordinario sobre
materiales y técnicas», virtuosismo que «en ocasiones comprende también
el dominio de una amplia serie de técnicas» dando como resultado muchas
veces que «los artesanos virtuosos se enorgullecen de su habilidad y
ésta hace que se los valore en el ámbito de su oficio y a veces más allá
de él», entonces…
¿Se puede decir fácilmente que arte y artesanía son cosas distintas, distinguibles?
¿Puede haber artesanía sin arte? ¿Arte sin artesanía?
¿Todo arte tiene algo de artesanía?, ¿toda artesanía, de arte?
¿Son acaso dos aspectos indistinguibles de lo mismo?
¿En la mente de un artista hay sólo arte sin nada de artesanía?
¿Está también la artesanía en la mente del artista?, ¿también el arte en la del artesano?
Hago
válidos los planteamientos de estas preguntas tentativamente para todas
las artes; y lejísimos, desde luego, de la actitud estúpida y
reaccionaria de reconocer artista a aquel creador congraciado con el statu quo y artesano, al marginado —mal llamado marginal— o “folklórico”.
En la siguiente entrega de esta serie trataremos de desenmarañarnos de todo esto; sin ninguna garantía de lograrlo, claro está.